Fuego y sangre

Epílogo

LOGAN

Acababa de cumplir dieciocho cuando mi madre me anunció que pasaríamos unas vacaciones en Europa. Con poco entusiasmo armé mi equipaje, metí un par de libros, un cuaderno y mi cámara fotográfica. No esperaba demasiado. España me pareció aburrido. Nada logró llamar mi atención. Demasiado sol, demasiada historia, nada que me tocara.

Pero al llegar a Roma, todo cambió.

Cambió para siempre.

Nunca regresé a casa.

Dos años después, salía del foro con la mujer que amo en mis brazos. No fue un episodio feliz. Fue violento, brutal. Un atentado en plena sesión del Senado. Y sin embargo, en medio del caos, fue el inicio de algo. De lo que vendría después. De lo que realmente importaba.

Catalina sobrevivió. Por poco.

Su recuperación tomó seis meses. Seis meses de hospitales, de habitaciones cerradas al público, de estrictas medidas de seguridad. Nadie fue a verla. Ninguna figura política, ningún rostro conocido. Nadie excepto yo.

Estuve allí todos los días. A veces no podía entrar, pero igual me quedaba en la sala de espera. Leía, escribía, dormía en sillas duras. No importaba. No me fui.

Noctem se aseguró de que recibiera el mejor tratamiento posible. Recursos no faltaron. Tecnología de punta, médicos especializados, todo lo que Roma podía ofrecer… y más. Cuando fue necesario un donante, su padre voló desde el extranjero. Al parecer, Catalina tenía un tipo de sangre difícil de encontrar. Él no hizo declaraciones. No quiso hablar con nadie. Solo entró, firmó los papeles, y se fue.

El hombre que la atacó fue ejecutado esa misma semana. En silencio. Sin juicio público. Nadie pidió clemencia por él. Ninguna vestal se presentó para perdonarle la vida. No hubo ceremonia. Solo cierre.

Cuando los médicos finalmente dieron el alta, Catalina salió del hospital con una cicatriz en el abdomen y muchas más que no se veían. Estaba pálida, delgada, frágil… pero de pie. Siempre de pie.

Volamos a Canadá. Yo regresé a casa. Ella fue bienvenida como si siempre hubiera pertenecido.

La adaptación no fue fácil.

Catalina no conocía el idioma, ni el clima, ni las costumbres. El mundo fuera de los límites de Roma era un mapa desconocido para ella. Las calles, los supermercados, las escuelas… todo era nuevo. Intimidante. A veces la veía quedarse quieta frente a una señal de tránsito, como si no pudiera descifrar qué significaba.

Pero no se rindió.

Regresó a la escuela. Tomó clases de idiomas. Aprendió a usar el transporte público, a cocinar platos básicos, a manejar dinero en efectivo. Cada pequeño logro era una victoria.

Nuestra relación cambió. Se diluyó, poco a poco. Lo que habíamos compartido en Roma era un lazo imposible de explicar, pero no era algo que pudiera mantenerse en el mismo estado fuera de ese contexto. Nos fuimos haciendo amigos. Cómplices silenciosos de una historia que nadie más conocía. Compartíamos desayunos, tareas cotidianas, alguna que otra noche de insomnio. Pero no más.

No la amé menos. Solo entendí que amarla también significaba dejarla ser.

Y ella necesitaba ser libre.

***

CATALINA

Pienso, a veces, que salir de Roma fue un error.

Lo pienso en voz baja, sin que nadie me escuche. Lo escribo en papeles que luego rompo, lo murmuro a las paredes cuando me despierto en mitad de la noche. Me lo repito en sueños, en los días nublados, cuando la nostalgia se instala sin avisar. Salir fue un error… pero quedarme hubiera sido una condena. Y yo no podía vivir sin él. Sin Logan.

Cuando llegamos a Canadá, creí que todo sería más fácil. Me aferré a esa idea como a una promesa. Nueva vida, nuevo idioma, nuevas reglas.

Me equivoqué.

El frío fue lo primero que no entendí. No el del clima —aunque también—, sino el otro: el frío de no pertenecer. El de ser una extranjera en todo. El de sentir que el mundo no te debe nada y no tiene espacio para ti.

En Roma, incluso cuando era una prisionera del protocolo, había estructura. Había un lugar que me definía, una rutina que me contenía. Incluso en la vigilancia, había identidad. Aquí… soy nadie. Aquí nadie me conoce, nadie me espera, nadie me teme. Y por primera vez, eso no se siente como libertad. Se siente como vacío.

He vivido aislada por cinco años. No por obligación. Por miedo.

Desde que nací, el Collegium marcó cada paso que di. Me enseñaron cuándo hablar, cuándo callar, cómo sentarme, cómo sonreír, cómo mentir con gracia y dignidad. Me enseñaron a mantener la compostura, a representar un ideal, a sostener una imagen incluso cuando por dentro me desmoronaba.

Pero nadie me enseñó a vivir.

Nadie me preparó para el silencio real. Para el tiempo libre. Para elegir qué comer o qué estudiar. Nadie me preparó para tener un apellido en el pasaporte pero no una historia que lo acompañe. Para no saber quién soy cuando no llevo una túnica.

Y aquí… cualquier otra chica será un mejor partido que yo.

Ellas saben qué decir. Ellas no tienen una historia que deben esconder. Ellas no temen tocar a alguien en público o dormir en una casa con puertas sin cerrojos. Ellas pueden bailar sin recordar que no les estaba permitido. Ellas pueden reír sin culpa.

Yo apenas estoy aprendiendo.

Poco a poco, comencé a tomar distancia de Logan. No porque no lo ame —lo amo, con todo lo que tengo, aunque cada vez sea menos—, sino porque lo amo demasiado como para que se quede por compasión. Porque no quiero que me elija desde la deuda, desde la promesa, desde el pasado. Quiero que me elija libre. Y no sé si algún día podré ofrecerle eso.

En Roma, yo era alguien.

Aquí… soy una sombra que se está volviendo cuerpo, pero aún no lo es.

A veces me sorprendo mirándolo como antes. Con la esperanza muda de que me vea como antes. Como en el jardín, como en la sala de entrenamiento, como cuando nuestras manos se tocaban a escondidas. Busco en sus ojos esa misma chispa. Y a veces la encuentro… pero es fugaz. Como un reflejo de algo que fue y que ya no sabe cómo regresar.




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