OCHO AÑOS DESPUÉS
El despacho de Logan olía a café recalentado y papel. Era temprano, pero Brandt Taylor ya estaba instalada en el sillón más cercano al ventanal, con una pierna elegantemente cruzada sobre la otra y el teléfono entre los dedos como si estuviera al mando de una operación secreta.
Logan hojeaba un informe sin demasiado interés. Aún no había tomado su segundo café. El silencio era cómodo, al menos hasta que se escuchó el taconeo decidido, firme, directo, acercándose por el pasillo.
No hizo falta que tocaran. La puerta de cristal se abrió con un solo movimiento.
Catalina.
Entró sin saludar. Sin pedir permiso. Como si el despacho fuera suyo.
Vestía de blanco. Traje entallado, sin un pliegue fuera de lugar. El cabello recogido en un moño pulcro, casi militar. Y en los ojos, esa luz seca que no brillaba: quemaba.
Brandt bajó el teléfono con lentitud.
—Vaya. Una entrada muy... teatral —comentó, con una sonrisa ladeada.
Catalina ni la miró. Avanzó hasta el escritorio, dejando una carpeta sobre la superficie con un golpe seco.
—Necesito que firmes esto antes del mediodía. Es urgente.
Logan había levantado la vista apenas la vio entrar. Pero ahora, su cuerpo entero había cambiado de tensión. La observaba con algo que no sabía si era sorpresa, admiración o alarma.
—Kat...
—No vengo a interrumpir nada —dijo ella, sin mirarlo. Pero su tono era una cuchillada envuelta en terciopelo.
Brandt se puso de pie. Con calma. Pero con esa calma que precede a las tormentas.
—Disculpa, pero ¿qué clase de persona entra así a una oficina ajena? ¿Te crees una diosa del Olimpo?
Catalina giró apenas el rostro. Por primera vez, la miró directamente. Sonrió. Pero no era una sonrisa amable.
—No. Las diosas del Olimpo gritaban y se vengaban por amor. Vesta no. Vesta arde. Siempre.
Brandt frunció los labios.
—Estás fuera de lugar.
—Estoy en mi lugar. El mismo que tenía cuando redacté el contrato que mantiene esta empresa a flote. El mismo desde el cual se decidieron las tres licencias internacionales que ahora presumes en tus notas de prensa.
Logan se aclaró la garganta, en un intento fútil por suavizar la tensión.
—Basta. No es el momento.
Catalina no se movió. Solo dio un paso más hacia Brandt.
—No vine a discutir. Vine a entregar un documento. Pero si te incomoda mi presencia, puedes retirarte.
Brandt rió. No fue una risa real. Fue un sonido vacío, venenoso.
—Eres exactamente como me habían dicho. Fría, arrogante, engreída. Logan no necesita eso.
Catalina ladeó la cabeza hacia Logan. Su voz fue casi un susurro:
—Al menos sabemos ahora que no es sorda y sabe lo que necesitas.
Fue un instante. Nada más. Pero en ese instante, Brandt se lanzó hacia ella.
No fue una acción elegante. Fue pura reacción. Instintiva.
Logan la sujetó antes de que pudiera tocar a Catalina. La tomó del brazo, con fuerza.
—¡Brandt, basta!
Ella se sacudió, furiosa.
—¡No puedo creer que la defiendas!
—No la estoy defendiendo. Estoy evitando que hagas una estupidez.
Catalina se había mantenido quieta. No había pestañeado.
—Ella tiene razón, Logan. No me defiendas. Nosotras podemos resolverlo sin tu ayuda. Ni siquiera entiendo qué haces aquí.
Logan la miró, dolido. Pero no respondió.
Brandt recogió su bolso. Estaba roja. De ira, de humillación. De algo que no sabía nombrar.
—Cuando termines de decidirte, me avisas —dijo, fulminando a Catalina con la mirada—. Porque no pienso compartirte. Es ella o yo.
Y salió del despacho dando un portazo.
El silencio que quedó fue denso.
Catalina recogió la carpeta del escritorio y se giró hacia la puerta.
—Fírmalo antes del mediodía. Esta tarde tengo una reunión con un emisario de Roma.
Y se fue.
***
Catalina estaba sentada en la terraza del restaurante del hotel, una taza de café entre las manos, frente a Marco. El sol de la tarde caía con pereza sobre las mesas, y el rumor de la ciudad se colaba entre las copas de los árboles.
Hacía años que no lo veía. Pero en cuanto Marco apareció, todo volvió: el gesto firme, el andar de soldado, la mirada que ya lo había visto todo. Llevaba un traje oscuro y el cabello más corto que antes. Tenía arrugas nuevas, pero la misma presencia.
Ella se había puesto de pie apenas lo vio. Él se detuvo a un paso, colocó una mano sobre el pecho y se inclinó ligeramente.
—Dómina —dijo, con respeto.
—Eso ya no es necesario, Marco —respondió Catalina. Pero no se quedó en la formalidad. Lo abrazó.
Fuerte. Como si en ese abrazo se cerraran años que no terminaban de irse.
Él se quedó rígido un instante, sorprendido. Luego le devolvió el gesto con torpeza y afecto sincero. Cuando se separaron, Marco sonrió con suavidad.
—Estás distinta.
—¿Mejor o peor?
—Más libre —respondió él—. Y eso no es poco.
Tomaron asiento.
—¿Y tú? —preguntó ella, acomodándose—. ¿Sigues con la Guardia?
—Ahora soy jefe de jefes. Tengo despacho, chofer y dolores de espalda.
Catalina sonrió por primera vez. Fue apenas un gesto, pero real.
—Roma no te venció.
—Aún no. Pero me lo está cobrando.
Un camarero pasó, dejó otra taza para ella y sirvió a Marco sin preguntar. La mesa había sido reservada con su nombre desde hacía días.
—Occia falleció hace unos meses —comentó él—. Mientras dormía. En paz, dicen.
Catalina bajó la mirada. Ese nombre todavía dolía. No como una herida, sino como una raíz.
—Me alegra que haya sido Alessia quien tomara su lugar.
Marco asintió.
—Maxima Vestae desde hace tres meses. Tiene el respeto del Senado. Y del pueblo. Las seis vestales actuales fueron elegidas por voluntad propia. Todas mayores de edad.
Catalina asintió, sin soltar la taza.