Fuego y sangre

Lo importante

Catalina bajó primero. Iba descalza, con el cabello aún recogido en un moño desprolijo y la ropa de Logan colgándole del cuerpo: la camiseta le cubría hasta medio muslo, y el short quedaba sostenido con un nudo improvisado. Sus pasos eran silenciosos, pero no lo suficientemente rápidos como para huir de lo evidente.

Logan apareció segundos después, con el cabello aún húmedo y una expresión adormilada. Llevaba una sudadera puesta y la mirada fija en ella. Iba detrás como si no supiera hacer otra cosa.

Charles estaba en el comedor, sentado con el periódico del sábado extendido frente a él. Al verlos, alzó una ceja. Pero no dijo nada de inmediato.

—Buenos días —saludó, con esa voz pausada que parecía arrastrar siglos—. Llegan justo a tiempo. Las noticias de Roma son lo primero de la portada.

Catalina se quedó de pie, sin acercarse aún. Logan se apoyó contra el marco de la cocina, sin moverse.

Charles golpeó con el dorso de los dedos una línea destacada.

—El Senado confirma la presencia de Catalina y Logan Sharp en el acto oficial de sucesión. Foro Romano. Dos semanas. Será histórico, dicen.

Elaine apareció desde la cocina con una bandeja en las manos.

—¿Vas a ir con tu túnica blanca o ya no puedes usarla? —preguntó, sin levantar la vista del pan que cortaba.

Catalina enrojeció al instante. Bajó la mirada.

Logan se enderezó.

—Mamá…

—¿Qué? Es una pregunta válida. Es una figura pública. Solo quiero saber si irá vestida de sacerdotisa o de civil.

—Elaine —dijo Logan, esta vez con firmeza—. No te incumbe.

Elaine lo miró por fin. Sonrió apenas.

—Ya es mayor de edad. Es normal que...

—He dicho que no te incumbe.

El silencio se instaló de inmediato.

Catalina fue hasta la cafetera, en silencio. Se sirvió una taza sin levantar la vista. Charles, incómodo, volvió al periódico.

Elaine se encogió de hombros y murmuró algo sobre huevos revueltos. Pero no volvió a hablar.

Habían bajado juntos. Y aunque nadie lo decía, todos lo sabían. Algo había cambiado. Y ya no había vuelta atrás.

El desayuno avanzaba con un equilibrio precario.

Charles hojeaba el periódico con una mano, mientras untaba mantequilla en una tostada con la otra. Elaine servía más café como si nada hubiera pasado. Catalina no había dicho una sola palabra desde que se sentó. Logan tampoco. Solo miraba.

Hasta que Charles rompió el silencio.

—Perdón si soy imprudente —dijo, dejando el diario a un lado—. Pero me resulta fascinante. Catalina… ¿cómo es vivir dentro de un culto que existe desde hace más de tres mil años?

Catalina alzó la vista. Lo miró con serenidad, pero sus dedos se crisparon ligeramente alrededor de la taza.

—No es fácil —dijo—. Hay una idea muy romántica sobre las vestales. Dicen que lo teníamos todo: respeto, privilegios, influencia política. Y sí… en cierto modo, es verdad. Pero también éramos esclavas.

Elaine frunció el ceño, sin intervenir.

—¿Esclavas? —repitió Charles, sorprendido.

—Nadie nos preguntaba si queríamos servir —continuó Catalina, sin emoción—. De hecho fui escogida a los trece años. Por el Pontifex Maximus. Desde ese momento... ya no fui yo. Me quitaron muchos derechos. Me cortaron el cabello. Me vistieron. Me entrenaron. Me encerraron.

Logan desvió la mirada, pero no soltó su mano. La había tomado sin que nadie lo notara, justo cuando su voz se quebró. Catalina no la retiró.

—En mi iniciación… me despojaron de todo lo que era. Mi apellido nunca más volvió a pronunciarse.

Hubo un silencio.

Charles, con respeto, preguntó:

—¿Y cuál era tu apellido antes de ser vestal?

Catalina alzó los ojos. Había algo de orgullo, pero también un dejo de tristeza antigua.

—Pertenezco a la gens Cornelia.

Charles se enderezó en la silla. Sus ojos se abrieron con sorpresa genuina.

—¿Cornelia…? ¿La gens Cornelia?

Catalina asintió.

—Soy descendiente de una rama menor, los Cornelii Lentulii, por parte de mi madre.

Charles se quedó boquiabierto. Elaine dejó el cuchillo en el plato.

Logan la miró de reojo, con una mezcla de asombro y comprensión renovada.

—Dios mío… —murmuró Charles, con la voz casi reverente—. ¿Y lo borraron?

—Sí, lo borraron —respondió Catalina—. Como si nunca hubiera existido.

Elaine tragó saliva. Por primera vez, no tuvo nada para decir.

La lluvia golpeaba suave contra los cristales.

El desayuno continuó. Pero la conversación había cambiado de tono.

Ya no era historia.

Era legado.

Y estaba sentada frente a ellos.

Charles no podía dejar de mirar a Catalina. No con morbo, ni con sorpresa banal. Lo que había en sus ojos era reverencia intelectual. De historiador.

—No tienen idea de lo que eso significa —dijo, dirigiéndose a Elaine y a Logan—. La gens Cornelia fue una de las familias más poderosas de toda la República Romana. Políticamente, militarmente… simbólicamente. Son cuna de cónsules, tribunos, generales, filósofos.

—De vírgenes vestales —dijo irónicamente Catalina.

Elaine alzó las cejas, sin saber si debía sentirse impresionada o incómoda.

Charles se inclinó ligeramente hacia adelante.

—Escipión Emiliano Africano, un antepasado de Catalina, fue quien arrasó Cartago durante la Tercera Guerra Púnica. Fue cónsul dos veces. Comandante brillante, admirador de la cultura griega, enemigo del exceso y del lujo en Roma. Murió joven, en circunstancias misteriosas. Muchos creen que fue envenenado por su propia familia política. Escipión Emiliano no dejó hijos. Pero la gens Cornelia no murió con él. La rama de los Lentuli sobrevivió siglos, adaptándose, casándose con otras familias nobles, conservando el nombre aunque no siempre la sangre. Catalina Cornelia desciende de esa línea: una Cornelia de sangre tardía, pero con el peso intacto del legado.

—Como una especie de Julio César antes de César —dijo Logan, cruzando los brazos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.