Fuego y sangre

Dueña de tu destino

Elaine lavaba los platos en la cocina, Charles hojeaba una revista en la sala, y Logan había subido a cambiarse. Catalina, en cambio, se había quedado sola en el jardín, sentada en uno de los bancos de madera que daban al arriate de hortensias. Llevaba una manta sobre los hombros y el cabello suelto, aún húmedo por la lluvia del regreso.

El aire era fresco. Serpenteaba entre los árboles con un rumor tranquilo, como si la noche supiera que algo importante necesitaba ser dicho.

Elaine salió en silencio, con dos tazas de té caliente en las manos. Le ofreció una a Catalina y se sentó a su lado, sin apuro. Bebieron un sorbo en silencio.

—No creí que fuera a gustarte ese vino —dijo Elaine, al cabo de un rato, con una sonrisa tranquila.

—Era bueno —respondió Catalina—. Aunque… aún no distingo mucho los matices.

—Todo a su tiempo.

Hubo otra pausa. El silencio entre ellas no era incómodo. Era ese tipo de silencio que solo se da cuando una conversación importante está por empezar.

Elaine dejó su taza sobre el borde del banco y metió una mano en el bolsillo de su abrigo. Sacó una pequeña caja blanca. Se la tendió a Catalina sin decir nada.

Catalina bajó la vista. Miró la caja. Luego levantó los ojos, confundida.

—¿Qué es esto?

—Anticonceptivos orales —dijo Elaine, con tono sereno—. Píldoras.

Catalina frunció el ceño, sin tocar la caja.

—¿Por qué me das esto?

Elaine suspiró, con suavidad.

—Porque te quiero, y porque eres muy joven. Y porque sé que en Roma este tema ni siquiera era una opción para ti.

Catalina bajó la mirada hacia sus manos.

—Se suponía que yo no estaría con ningún hombre —murmuró—. Se suponía que todo eso estaba resuelto. Que era un camino que nunca tendría que recorrer.

—Pero ya no estás allá —dijo Elaine—. Estás aquí. Y ahora puedes elegir.

Catalina no dijo nada. El vapor del té se escapaba en volutas pálidas. El jardín parecía escuchar.

—No estoy diciendo que tengas que hacer nada con esto —continuó Elaine—. Solo quiero que sepas que existe. Que si decides no tener hijos por ahora, puedes cuidarte. Puedes planear tu cuerpo, tu tiempo. Y si alguna vez decides que quieres ser madre, también tendrás opciones. Pero la decisión debe ser tuya.

Catalina tomó la caja entre los dedos con cuidado, como si contuviera algo sagrado. La giró, leyó las letras impresas, el modo de uso.

—No entiendo mucho de esto —dijo, apenas audible.

—Te puedo explicar —ofreció Elaine—. Son 28 pastillas. Las primeras 21 tienen hormonas. Las otras 7 son placebo, solo para que no pierdas la rutina. Tienes que tomarlas todos los días a la misma hora. Si lo haces bien, son muy efectivas. Y si en algún momento quieres cambiar de método, puedo acompañarte al médico. Podemos preguntar por implantes, inyecciones, lo que sea más cómodo para ti.

Catalina asintió lentamente. El gesto era casi imperceptible, pero sus labios temblaban apenas. Como si no supiera si debía sentirse agradecida o triste por necesitar esa conversación.

—¿Y si…? —empezó a decir, pero no terminó.

Elaine entendió igual.

—Si quedaras embarazada, y si decidieras tenerlo, yo estaría feliz. Pero si decides que no es el momento, seguiría estando aquí. No quiero que vivas con miedo. Ni con culpa. Eres una mujer. No una estatua. No una reliquia de mármol. Puedes desear. Puedes decidir.

Catalina cerró los ojos un momento. Sus dedos aún jugaban con la caja.

—Nunca nadie me habló así. Ni siquiera mi madre.

—No todas las madres saben cómo —respondió Elaine, con ternura—. Pero eso no significa que no debas tener esas charlas.

Catalina giró un poco el rostro. La miró con los ojos húmedos, sin llegar a llorar.

—Gracias. De verdad. No sé cómo explicarlo… pero lo valoro.

—Lo sé —dijo Elaine, poniéndole una mano en la rodilla—. No necesitas explicarlo. Yo también fui joven. También me sentí sola frente a muchas decisiones. Si puedo ayudarte a que no pases por eso… entonces vale la pena.

Catalina asintió otra vez.

—A veces me cuesta recordar que tengo derecho a elegir. Que puedo decir que no… o que sí. Que puedo planear un futuro.

—Y puedes cambiarlo si lo necesitas —añadió Elaine—. Nadie tiene el derecho de decidir por ti. Ni Roma. Ni Logan. Ni siquiera yo. Solo tú.

El viento sopló otra vez. Catalina se acomodó la manta en los hombros y se recostó ligeramente contra el respaldo del banco. Elaine no insistió más. Solo la acompañó en silencio, como se acompaña a alguien que ha comenzado a sanar.

La caja de píldoras quedó sobre las rodillas de Catalina.

No era una sentencia.

Era una posibilidad.

Y, por primera vez en mucho tiempo, Catalina supo que estaba bien tenerla entre sus manos.

—¿Sabes? —dijo Elaine, ya de pie, estirando las piernas—. Ser madre joven no está mal. Y decidir no ser madre tampoco lo está. El error es creer que solo hay un camino correcto.

Catalina la miró, en silencio. Y por fin, sonrió.

Una sonrisa pequeña.

Pero real.

—Voy a pensarlo —dijo.

Elaine asintió, satisfecha.

—Con eso basta.

Y juntas, sin más palabras, regresaron a la casa.

Catalina subió las escaleras en silencio, con la caja de píldoras entre las manos. No la había guardado aún. La sostenía como si fuera algo frágil. Algo importante. Como si llevara en esa pequeña caja no solo un medicamento, sino una posibilidad. Una decisión.

Entró a la habitación sin hacer ruido. Logan estaba en la cama, recostado de lado, con el brazo bajo la almohada y el torso descubierto. Tenía los ojos entrecerrados, pero no dormía.

La miró apenas cruzó la puerta.

—¿Estás bien?

Catalina asintió. Se acercó al borde de la cama y dejó la caja sobre la mesita de noche, con suavidad.

Logan ladeó la cabeza. Se incorporó un poco.

—¿Eso es…? —preguntó, sin necesidad de terminar la frase.

—Anticonceptivos —dijo Kat, sin rodeos—. Elaine me los dio.




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