Fuego y sangre

La familia que se elige

El avión aterrizó con suavidad, pero nada en ese descenso fue tranquilo. Bajo las alas extendidas, Roma se desplegaba como una herida antigua. El cielo se había teñido de cobre y añil; el sol, en retirada, dejaba a su paso una estela roja sobre los tejados imperiales.

Catalina se puso de pie.

Vestía de blanco. Un traje entallado, sobrio, sin adornos. Ni un solo pliegue fuera de lugar. El cabello, suelto, caía con naturalidad sobre sus hombros. Nada en su apariencia evocaba nostalgia: solo control. Solo propósito. Sus ojos, oscuros y atentos, no parpadeaban. No vacilaban.

Logan la observó mientras abrochaba el último botón de su saco. Se acercó a ella sin hablar. Cuando le ofreció la mano, Catalina la tomó sin dudar.

Antes de descender, se detuvieron junto a la escotilla abierta. Desde allí, podían ver la pista iluminada y, más allá de las vallas de seguridad, la marea de fotógrafos y reporteros aguardando en la penumbra. Los flashes ya comenzaban a estallar como relámpagos artificiales, ciegos de impaciencia.

—¿Lista para volver al infierno? —preguntó Logan, sin dejar de mirar al frente.

Catalina giró apenas el rostro.

—Conozco bien el Tártaro —respondió—. Ya no le temo.

Entonces bajaron.

Cada paso por la escalerilla fue observado, capturado, inmortalizado. Los flashes parpadearon con violencia. No hubo preguntas. No se permitían. Pero las voces se alzaron como un rugido contenido.

—¡Catalina!

—¡Logan !

—¡Catalina! ¡Catalina!

Nombres, solo nombres. Bastaba con pronunciarlos para que el objetivo de las cámaras tuviera rostro. Catalina no bajó la mirada. No ofreció una sonrisa. No alzó la mano. Caminó como quien nunca se fue.

Logan iba a su lado, atento, tenso, impenetrable. Como siempre lo había estado cuando todo alrededor ardía.

Un automóvil oficial los esperaba al pie de la pista. Negro, sobrio, con los vidrios polarizados y el escudo dorado de la República grabado en las puertas. Un asistente abrió la puerta sin una palabra.

Catalina subió primero. Logan la siguió.

La puerta se cerró.

Y Roma los tragó de nuevo.

El auto se detuvo frente a una casa de dos pisos, con muros color arena y ventanas enmarcadas por cortinas claras. Un jardín cuidado, con hiedras enredadas en la reja de entrada, anunciaba que allí vivía gente que aún tenía tiempo para las cosas pequeñas.

Catalina bajó primero.

La brisa templada de Roma la envolvió al instante. Olía a magnolias y al humo lejano de las cocinas encendidas. Logan se quedó junto al coche, cerrando la puerta tras él con lentitud. Alzó la vista hacia la casa, recorriendo con la mirada los detalles, las luces encendidas, el sonido amortiguado de voces infantiles del otro lado de la puerta.

Catalina levantó una mano para tocar el timbre.

No hizo falta.

La puerta se abrió antes de que pudiera hacerlo, y en el umbral apareció Aelia, con una bata liviana, el cabello recogido en un moño alto y esa expresión de júbilo que no necesitaba palabras.

—¡Dioses, mírate! —exclamó, alzando los brazos—. ¡Mira lo hermosa que estás!

Catalina sonrió al instante. Dejó caer el bolso a un lado y se acercó para abrazarla con fuerza.

—Tú también —respondió, mientras Aelia la rodeaba con los brazos como si no fuera a soltarla jamás.

Se quedaron así unos segundos, apretadas, respirándose. Como si los años se comprimieran en ese abrazo y lo no dicho encontrara un refugio entre sus cuerpos.

Logan se aclaró la garganta, sin urgencia, pero con intención.

Aelia lo miró por encima del hombro de Catalina y alzó una ceja, divertida.

—No necesitamos escoltas —bromeó—. Puedes irte.

Logan sonrió apenas.

—¿Estás segura? Soy muy bueno cocinando pasta.

—Ah, entonces quédate —replicó ella, haciéndose a un lado—. Entren, por favor. Esta casa es suya durante los próximos días. Así que pueden empezar por preparar la cena… y limpiar el baño de arriba, que nadie quiere hacer.

Catalina soltó una risa suave. Cruzó el umbral como si volviera a casa después de siglos. Logan la siguió, observando todo con atención: los retratos en la pared, los juguetes de niñas en la sala, el aroma a madera y pan recién horneado.

Era una casa real.

Llena de vida.

—Es hermosa —dijo Catalina, mirando en redondo—. Todo aquí se siente... vivo.

—Es pequeña —respondió Aelia, guiándolos hacia la cocina—. Pero pronto necesitaremos una más grande.

—¿Por qué? —preguntó Logan, dejando su chaqueta sobre una silla—. Marco dijo que tenían dos niñas.

Aelia sonrió de lado. Se llevó una mano al vientre y ajustó la tela de su blusa con un gesto lento. No era evidente, pero tampoco invisible: una curva leve, reciente, que hablaba de algo que estaba creciendo.

—En cuatro meses —dijo, sin solemnidad— habrá un pequeño Pietro dando vueltas por esta casa. Ya decidimos que si es niño llevará su nombre. Y si es niña, no importa, igual necesitará una madrina.

Catalina parpadeó.

Aelia se giró hacia ella. La mirada era firme, pero luminosa.

—Y pensé en ti.

El silencio se deslizó entre las tres presencias como una hebra dorada. Logan levantó apenas la mirada, curioso. Catalina no dijo nada al principio. Solo la miró.

Y sonrió.

Pero la respuesta —esa que cambiaría algo, aunque fuera pequeño— aún no había sido dicha.

Aelia se apoyó contra la encimera, cruzando los brazos sobre el pecho. Observó a Catalina y a Logan con una ceja arqueada y una media sonrisa que ya anunciaba algo.

—Y bien —dijo con tono despreocupado—. ¿En qué términos llegan?

Catalina parpadeó.

—¿A qué te refieres?

—A que solo hay una habitación disponible —respondió Aelia, como si hablara del clima—. Si es un problema, tú puedes dormir conmigo, y Logan con Pietro. Aunque no se lo recomiendo… habla dormido.

Logan entrecerró los ojos, disimulando una sonrisa.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.