El espejo del baño devolvía un reflejo pálido, apenas empañado por el vapor de la ducha que alguien más había usado antes. Catalina se inclinó sobre el lavamanos, apoyó ambas manos en los bordes de cerámica y exhaló largo. Sobre la repisa, con cuidado casi quirúrgico, colocó el pastillero que Elaine le había dado. Los días estaban marcados con letras pequeñas. Lunes. Martes. Miércoles.
Hoy.
Sus dedos se demoraron sobre la tapa. Escuchó, más allá de la puerta, las voces de Aelia y las niñas. Risas infantiles, pasos que corrían de un cuarto a otro, la vida cotidiana golpeando suave contra la puerta del pasado.
Abrió el compartimento. Sacó una única pastilla blanca. La sostuvo entre los dedos.
Sirvió agua en un vaso. La superficie vibró apenas con el peso de su decisión. La pastilla quedó sobre la palma, quieta. El vaso en la otra mano. El reflejo en el espejo no decía nada, pero sus ojos hablaban por él.
Un golpe suave en la puerta la sobresaltó.
—¿Kat? —la voz de Logan era baja, apenas un murmullo—. ¿Estás bien?
Catalina apretó la mandíbula. Respondió sin girarse.
—Sí. Ya salgo.
Guardó el pastillero. Cerró la tapa. Dejó el vaso sobre el lavamanos. Esperó unos segundos antes de girar el picaporte y abrir la puerta.
Logan estaba allí, apoyado en el marco, con el cabello aún revuelto y la mirada tranquila. La observó un momento, como si pudiera leerle algo entre las pestañas. Catalina no dijo nada. Solo caminó por el pasillo hasta el final y entró en la habitación sin volver la vista atrás.
Logan la siguió con la mirada hasta que desapareció. Luego entró al baño. Cerró la puerta.
El vaso de agua seguía allí. Medio lleno. Silencioso.
Él lo miró durante un instante, como si aquel simple objeto contuviera algo más que agua.
Pero no dijo nada.
Y el día terminó así. Con una puerta cerrándose al final del pasillo.
Y otra, apenas abierta, en el centro de todo lo que vendría después.
***
La mañana era cálida y soleada. Por las ventanas abiertas entraba el murmullo del pueblo, acompañado del aroma a flores, tierra mojada y pan horneado. A lo lejos, algunas voces se alzaban preparando los festejos patronales que se celebrarían en los próximos días. El mundo parecía haber amanecido con buen humor.
Logan despertó primero.
Catalina dormía sobre su pecho, con el rostro relajado, el cabello cayéndole en mechones sobre la frente y una mano extendida a lo largo de su torso. Respiraba tranquila. Como si, por fin, pudiera hacerlo.
La contempló en silencio. El recuerdo de tantas noches sin ella aún pesaba, pero el presente lo contrarrestaba. Ahí estaban. De nuevo. De verdad.
Con cuidado, apartó el brazo de Catalina, se levantó y buscó una camiseta. Bajó las escaleras descalzo, sin hacer ruido, guiado por el olor a café.
Aelia estaba en la cocina, sentada a la mesa con una taza entre las manos. Llevaba una bata ligera y el cabello recogido en un moño flojo. Apenas lo vio, alzó una ceja.
—Buenos días —saludó—. Si estás buscando café, está recién hecho. Si estás buscando respuestas, eso depende.
Logan sonrió, caminó hasta la cafetera y se sirvió una taza.
—Gracias. Por lo primero. Y por lo segundo… ya veremos.
Se sentó frente a ella. La cocina tenía ese aire acogedor de los hogares vividos: platos en la rejilla, migas sobre la encimera, una planta medio seca sobre la ventana. Y, sin embargo, era perfecta.
—Pietro llevó a las niñas a la escuela —dijo Aelia, dando un sorbo a su taza—. Debería estar de vuelta en unos minutos.
Logan asintió.
—Nunca habíamos hablado tú y yo.
—No. No se suponía que debiéramos hacerlo —replicó ella, sin cambiar el tono—. Era el protocolo.
Logan apoyó los codos sobre la mesa, mirándola de frente.
—Ese protocolo era absurdo.
Aelia soltó una pequeña risa, sin dejar la taza.
—Absurdo o no, eran las reglas. Y tú sabes tan bien como yo que había que respetarlas. Aunque, bueno… —ladeó la cabeza— tú no lo hiciste. Gracias a los dioses.
—Ni tú —contestó él—. Recuerdo que hablabas mucho con Pietro, incluso cuando no debías.
—Las reglas se hicieron para romperse —dijo ella, y por un momento ambos compartieron una sonrisa cómplice.
Logan bebió un sorbo de café. Sus ojos se suavizaron.
—No te recordaba tan… afilada.
—Y yo no te recordaba tan reflexivo —respondió Aelia, apoyando la barbilla en una mano—. Supongo que han cambiado muchas cosas.
—Muchas —dijo él.
—Espero que esos cambios hayan sido positivos —añadió Aelia, bajando la voz apenas—. Para ella. Y para ti también.
La puerta se abrió sin previo aviso. Pietro entró con una bolsa de papel bajo el brazo, el rostro iluminado por el sol y olor a pan recién horneado impregnando su ropa.
—¡Llegó el desayuno! —anunció.
Aelia se levantó de inmediato, caminó hasta él y, sin contenerse, lo cubrió de besos. Le quitó la bolsa de las manos con entusiasmo, como si se tratara de un trofeo.
—¡Es de la panadería que me gusta! —dijo, emocionada.
—¿Hay otra? —bromeó Pietro—. Me desvié dos calles solo por esto. Y porque sé que, si no lo hacía, dormiría en el sofá.
Logan los observó con una media sonrisa. No había exageración ni teatralidad. Solo cariño. El de verdad.
Y en ese momento, mientras Aelia sacaba el pan aún tibio y Pietro se sacudía la chaqueta, Logan pensó que tal vez eso era lo que más envidiaba del mundo que habían construido allí: no el pan caliente, ni la casa acogedora… sino la intimidad de lo cotidiano.
Catalina aún dormía arriba.
El sol del mediodía caía con fuerza sobre las calles empedradas del pueblo. Desde la cocina, Catalina alcanzaba a oír el bullicio lejano de los preparativos para la ceremonia. Aelia intentaba mantener el orden mientras Anna, la menor, correteaba descalza por el pasillo con una cinta enredada en el cabello. Juno, más contenida pero no menos inquieta, sostenía su mochila con ambas manos y lanzaba miradas furtivas hacia Catalina, que preparaba agua fresca con rodajas de limón en la encimera.