Fuego y sangre

La casa en silencio

La casa estaba en silencio. El tipo de silencio que precede a las tormentas o a las decisiones que cambian el rumbo de todo. En la planta baja, Aelia preparaba lo necesario para el desayuno; Pietro aún no había regresado de la panadería. Las niñas dormían. Todo era paz aparente.

En el piso superior, con la puerta cerrada con llave, el mundo era otro.

Catalina despertó primero. O, al menos, eso creyó. Se giró con lentitud y lo encontró despierto, recostado a su lado, los ojos clavados en ella.

—Buenos días —murmuró Logan, su voz aún adormecida, rasposa.

—¿Desde cuándo estás mirando?

—Desde antes de que amaneciera —respondió sin vergüenza—. Me gusta verte dormir.

Ella desvió la mirada, incómoda por lo que eso le provocaba. Pero no se alejó. Seguía allí, en la cama que habían compartido, con el cuerpo envuelto por las sábanas que todavía guardaban el olor de la noche.

—Deberíamos levantarnos —dijo Catalina, aunque no hizo el menor intento.

—Podemos quedarnos un poco más —sugirió Logan, bajando la voz—. Hoy es sábado, ¿recuerdas?

—Es el día de la asunción. No es un sábado cualquiera.

—Por eso mismo —replicó él, acercándose—. Tal vez sea la última mañana que tengamos así. En paz.

Catalina lo miró. No dijo nada. Él levantó la mano y le acarició la mejilla con los nudillos. Fue un roce apenas. Pero todo en ella tembló.

—¿En qué estás pensando? —preguntó él.

—En que no debería estar aquí.

—¿Y por qué estás?

Catalina no respondió.

Logan apoyó su frente contra la de ella. Respiraban el mismo aire.

—A veces no hace falta decirlo. A veces basta con quedarse.

Catalina cerró los ojos. Se dejó abrazar. El calor de él la envolvió como una verdad innegociable. Lo sintió moverse, acomodarse mejor contra su cuerpo. Las piernas se entrelazaron con una naturalidad casi obscena, como si el mundo exterior no tuviera derecho a interrumpir ese momento.

Logan deslizó los dedos por su espalda, por encima de la tela fina de la camiseta que ella aún llevaba. Fue lento, deliberado. Ella reaccionó apenas, pero no se apartó.

—Estás tensa —susurró él—. No puedo verte así. No esta mañana.

—No es fácil —dijo ella, apenas audiblemente—. Saber que después de hoy… todo puede cambiar.

—Ya cambió, Kat. Desde que volviste, desde que entraste a mi casa, desde que te vi dormir de nuevo en mi cama. Todo cambió.

Catalina lo miró a los ojos. El silencio era otra vez denso. Y en ese silencio, Logan bajó la mano por su cintura. Ella no protestó. Lo dejó hacer.

Él se inclinó sobre ella. La besó primero en la clavícula, luego en el cuello. No buscaba permiso; buscaba memorizarla.

Catalina cerró los ojos y su cuerpo respondió, como si llevara años esperando esa señal. Se aferró a él con ambas manos, lo atrajo con una urgencia que no parecía suya. Como si todo lo que siempre había negado ahora brotara, incontrolable.

Los labios de Logan encontraron los suyos, al fin. Y fue distinto. No fue un beso de rutina. Fue profundo, lleno de todo lo que no habían dicho en ocho años. De todo lo que no podían permitirse perder otra vez.

Catalina se arqueó hacia él, guiada más por instinto que por decisión. Sus manos buscaron la piel que conocían y que al mismo tiempo parecía nueva. La tensión acumulada en sus cuerpos se disolvía al contacto. No había vergüenza. Solo deseo contenido, una devoción que iba más allá del cuerpo.

Los rayos de sol entraban a través de las cortinas entreabiertas, tocando sus siluetas, delineando el temblor sutil de dos cuerpos que se reconocen. Que se despiden sin decirlo. Que saben que después de ese día, todo podría volverse incierto.

No hubo prisa.

No hubo palabras innecesarias.

Solo ellos dos, respirando al mismo ritmo, como si el universo entero se hubiera reducido a esa habitación cerrada con llave. Como si el fuego de Vesta, el verdadero, el que no arde en altares sino en el centro del pecho, los reclamara de vuelta.

Y cuando al fin se quedaron quietos, piel con piel, respiración agitada y cuerpos enlazados, Catalina no lloró.

Pero pensó que si el mundo debía terminar, entonces que fuera así.

Con él.

Con esa certeza callada de que no todo lo prohibido está mal. Que no todo lo sagrado está en los templos.

—Logan… —susurró, apenas audible.

—Aquí estoy —respondió él, con los ojos cerrados.

—Pase lo que pase hoy… gracias.

Logan no contestó con palabras. Apretó sus brazos alrededor de ella, como si aún pudiera protegerla de todo lo que estaba por venir.

Y afuera, Roma los esperaba.

Pero ellos todavía estaban allí.

En su única tregua.

***

Roma hervía bajo el cielo de junio.

Desde lo alto de la Colina Capitolina, la vista abarcaba el corazón antiguo de la ciudad. El Templo de Júpiter, cuidadosamente restaurado, se alzaba majestuoso, flanqueado por columnas blancas que brillaban bajo la luz intensa de la tarde. Las banderas oficiales ondeaban con elegancia desde los balcones del recinto. El Foro estaba acordonado. Guardias con uniforme ceremonial vigilaban los accesos. La prensa acreditada se alineaba tras vallas dispuestas con precisión militar. Los micrófonos estaban apagados, pero las cámaras ya apuntaban hacia la alfombra roja extendida frente al templo, aguardando.

La ceremonia aún no había comenzado, pero la multitud crecía a cada minuto.

Y entonces, el vehículo oficial se detuvo frente a los escalones del templo.

La puerta se abrió.

Catalina descendió primero.

Llevaba un traje negro de corte impecable. Era sobrio, elegante, sin ornamentos. La tela se adaptaba con precisión a su figura, sin intentar destacar más de lo necesario. Iba sin túnica, sin velo. Solo su cabello suelto, liso y brillante, cayendo sobre sus hombros como un acto de libertad silencioso. Los lentes oscuros ocultaban su mirada, pero no su presencia. Cuando puso el pie sobre la alfombra roja, el murmullo del público se transformó en una ola de voces que gritaban su nombre. No hubo preguntas. Solo el intento desesperado de capturar su imagen. De confirmar, con una foto, que había vuelto.




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