Fuego y sangre

Necesito que me liberes

La casa de Aelia y Pietro estaba envuelta en una calma inusual. Catalina estaba sentada en el sofá con las piernas cruzadas, hojeando un libro sin demasiada atención. Logan leía en silencio desde una silla junto a la ventana. Aelia apareció desde el comedor con una nota en la mano y una sonrisa cómplice.

—Bueno —anunció—. Hemos sido invitados a una recepción esta noche. En casa de Nigro.

Logan alzó la vista. Catalina bajó el libro.

—¿Los cuatro? —preguntó él.

—Sí. Pero no vamos —respondió Aelia, sin esperar aprobación—. Estoy embarazada, tengo dos hijas dormidas en el piso de arriba, y no pienso ponerme un vestido que me apriete la cintura solo para ver cómo los senadores se felicitan entre sí por respirar.

Catalina sonrió, agradecida.

—Yo tampoco quiero ir —dijo—. Estoy agotada. Prefiero quedarme.

—Entonces —intervino Pietro, que entraba en ese momento con una botella de vino en la mano—, si no vamos a la recepción, al menos hagamos algo decente. Esta noche cenamos en el jardín.

—Hace calor —añadió Aelia—. Y la noche estará perfecta.

Cuando el cielo comenzó a oscurecer y las luces cálidas del jardín se encendieron, un golpe en la puerta interrumpió los preparativos.

—Marco —anunció Pietro con una sonrisa mientras abría—. Justo a tiempo. Hay que poner la mesa.

Marco apareció con una camiseta gris, jeans y tenis. Sin uniforme. Sin el peso de la guardia en los hombros.

—¿Por qué siempre me usan de esclavo en esta casa? —se quejó, fingiendo indignación—. Soy el jefe de jefes ahora.

—Jefe de pelar papas, quizá —dijo Aelia, pasándole una fuente.

—¿Dónde está mi sindicato?

Catalina rió. Era la primera carcajada ligera del día.

—No te quejes —intervino Pietro—. Es la única casa donde puedes venir sin ese feo traje y ponerte cómodo.

—Y sin que me llamen “vir eminentissimus” —añadió Marco, con un guiño a Catalina.

La confianza entre ellos era palpable. Las bromas, el tono, todo hablaba de años de amistad tejida entre misiones, silencios compartidos y peligros que ya nadie necesitaba nombrar.

Mientras los demás iban y venían con bandejas, copas y cubiertos, Marco se quedó con Catalina cerca de la mesa del jardín, colocando servilletas y ajustando las velas. Se inclinó ligeramente hacia ella, bajando la voz:

—¿Y? ¿Ya resolvieron el asunto?

Catalina lo miró de reojo, sin dejar de colocar los cubiertos.

—¿Qué asunto?

Marco chasqueó la lengua.

—Vamos, Kat. No finjas demencia. Todos sabemos que en Canadá estaban… digamos, en puntos opuestos del mapa. ¿Ya no?

Ella bajó la vista. Sus dedos alisaron el mantel como si fuera lo más importante en el mundo en ese momento.

—Las cosas están… diferentes.

Marco la observó. Su tono fue suave, casi fraternal.

—Lo odiabas. Aunque lo niegues.

Antes de que Catalina pudiera responder, una voz familiar la rodeó desde atrás. Dos brazos fuertes se cerraron alrededor de su cintura. Sintió un beso en el cuello y supo, sin girar, que era Logan.

—¿Los molesto? —murmuró él, con una sonrisa.

Catalina se dio vuelta. Logan la hizo girar suavemente entre sus brazos, hasta quedar frente a frente. Marco alzó ambas manos, retrocediendo con teatralidad.

—Listo. Me retiro. Pero si vuelven a pelear, yo no los junto otra vez.

Se alejó riendo, y en ese momento, desde la casa, comenzó a sonar música. Catalina reconoció los primeros acordes de inmediato. Una canción que no escuchaba desde hacía años. Bad dreams fe Teddy Swims, su cantante favorito.

Sus ojos se encontraron con los de Logan.

—¿Tú pusiste esto?

Él no respondió. Solo le tendió la mano.

Catalina la tomó.

Comenzaron a moverse al ritmo de la canción, lenta, envolvente. Logan la sostuvo con una firmeza que no era posesiva, sino protectora. Y ella, por primera vez en mucho tiempo, dejó que la guiara.

Los demás se detuvieron. Aelia, Pietro y Marco observaron en silencio desde la mesa. Solo se oía la música.

Catalina cerró los ojos mientras cantaba suavemente, apenas para ella, pero suficiente para que todos la oyeran.

—Te amo y necesito que me liberes… de todos estos malos sueños…

Su voz era hermosa. Clara. Luminosa.

Logan la miraba como si la viera por primera vez.

—No sabía que cantabas así —susurró.

—Yo tampoco lo sabía —respondió ella.

Y mientras giraban bajo las luces colgantes, Catalina pensó que hacía ocho años esa letra no tenía sentido para ella. Era solo una canción más. Pero ahora… ahora entendía cada palabra. Cada verso hablaba de lo que había vivido. De lo que había perdido. De lo que había recuperado.

Nunca volvería a ser la misma.

Y eso estaba bien.

La canción terminó. Pero ellos no se separaron.

Se quedaron abrazados en medio del jardín, como si el mundo hubiese dejado de girar.

—¿Ahora sí están bien? —preguntó Aelia, sonriendo desde la mesa.

Marco aplaudió una vez.

—Si después de eso no están bien, entonces ya no sé qué más se puede hacer.

Catalina apoyó la cabeza en el pecho de Logan. Sintió su corazón, su calor. Su certeza.

—Estamos bien —susurró ella, para nadie más que él.

Y todos, por un momento, lo creyeron también.

Que estaban bien.

Que el mundo era un lugar hermoso.

La noche avanzaba con lentitud, suspendida en ese punto exacto en que el calor del día aún flotaba en el aire, pero una brisa suave comenzaba a deslizarse entre las hojas del limonero que decoraba el jardín trasero. Las luces cálidas colgaban de los árboles como luciérnagas domesticadas, y el murmullo de la fuente cercana ofrecía un fondo tranquilo a la escena.

Catalina y Logan estaban sentados juntos en uno de los bancos de hierro forjado junto a la mesa. Él la tenía envuelta entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro y una mano sobre su cintura. Ella jugaba con los dedos de Logan, cruzándolos, soltándolos, acariciando las cicatrices que ya conocía de memoria. No hablaban mucho. No hacía falta.




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