Las valijas esperaban junto a la puerta, cerradas, alineadas como soldados disciplinados antes de una retirada. La casa de Aelia y Pietro estaba en calma, envuelta en esa quietud extraña que antecede a las despedidas. Catalina ajustaba la correa de su bolso sin mirar a nadie. Logan, a su lado, solo la observaba.
Aelia los abrazó a los dos, uno por uno. Sus ojos brillaban, pero no dijo nada sobre lo evidente.
—Es solo un viaje —dijo Catalina, más para sí que para los demás—. Solo un tramo más.
Pietro asintió. Les abrió la puerta.
—No se despidan como si fueran a la guerra.
Pero era lo que sentían. Lo sabían todos. Tal vez sería la última vez que se verían.
En el trayecto hacia el aeropuerto no hubo charla. Solo el zumbido del motor, los edificios de Roma deslizándose por las ventanillas, y el silencio cómplice de quienes ya habían dicho todo lo importante la noche anterior.
Catalina y Logan bajaron tomados de la mano.
Los flashes llegaron antes que las preguntas. Había pocos periodistas, pero bastaron. Los micrófonos se alzaron como lanzas, las voces se superponían sin respeto alguno.
—¿Regresan a Canadá o a otro destino?
—¿Volverán a Roma?
—¿Y la boda? ¿Habrá boda?
Catalina no contestó. Siguió caminando con los lentes puestos, el mentón alto, como si todo eso resbalara sobre su piel.
Pero Logan frenó.
—Sí —dijo, mirando a los periodistas—. Yo espero que sí.
Catalina se volvió, desconcertada. Antes de poder decir algo, él ya estaba buscando algo en el bolsillo interior de su chaqueta. Una cajita. Negra, sencilla. El corazón le dio un vuelco.
—No iba a hacerlo así —murmuró él, solo para ella—. No con esta ropa, no en este lugar. Pero ya no me importa.
Abrió la caja.
El anillo era austero. Un pequeño zafiro azul engarzado en oro. Un diseño romano, antiguo, discreto. Catalina lo reconoció de inmediato. Lo había visto en una vitrina de antigüedades meses atrás, en otra vida.
—¿Quieres casarte conmigo?
La pregunta no llevaba pompa. No había rodillas en el suelo. Ni discurso.
Solo él.
Logan.
Todo él.
Los ojos de Catalina se llenaron. No de sorpresa, sino de certeza.
—Sí —dijo—. Sí.
Logan deslizó el anillo en su dedo. Catalina temblaba. No por miedo. Por la forma en que él la miraba. Como si hubiera esperado toda su vida ese momento. Como si por fin el universo se ordenara alrededor de su mano.
Los periodistas no interrumpieron. Nadie se atrevió a romper la escena. Por una vez, incluso el caos romano se contuvo. El aplauso que estalló después fue espontáneo, tibio, casi respetuoso.
Catalina se inclinó hacia él. Apoyó la frente en su pecho. Logan la abrazó con una devoción silenciosa. Era su forma de decirle que pasara lo que pasara, no iba a soltarla.
Y entonces, el mundo volvió.
Un murmullo nuevo surgió entre los presentes.
Un grupo de hombres, trajeados, con insignias oficiales visibles, avanzó desde la zona de control. El líder caminaba con un portafolio en la mano y la expresión de quien no está allí para negociar.
—¿Catalina Cornelia? ¿Logan Sharp?
Ambos se giraron. Catalina sintió cómo el anillo en su dedo parecía pesar el doble.
—Traemos una orden judicial emitida esta mañana por el Senado y la Curia —dijo el funcionario, extendiendo un documento sellado—. Por la violación de los preceptos del Collegium Vestae y desacato al régimen legal romano.
La realidad cayó como un ladrillo.
—Están arrestados.
Logan se adelantó medio paso.
—¿Por qué? —preguntó, la voz tensa.
—Porque han roto la ley —respondió el funcionario—. Una vestal en actividad ha roto su voto.
Catalina lo sintió como una puñalada. No por el arresto. Sino por lo que significaba: alguien los había estado esperando. Observando. Esperando que bajaran la guardia.
—No hace falta que nos escolten —dijo ella—. Caminamos solos.
El hombre dudó. Luego asintió.
Catalina y Logan caminaron juntos. Despacio. Ella aún llevaba el anillo. No se lo quitó. No pensaba quitárselo. Nunca.
—Kat… —dijo él, la voz apenas un susurro mientras se alejaban—. Lo siento.
—No te atrevas —murmuró ella, firme—. No te atrevas a pedir perdón por esto.
—¿Tienes miedo?
—No. Tengo rabia.
Los periodistas intentaban seguirlos, pero los oficiales lo impedían.
Unos metros atrás, una cámara logró capturar la última imagen antes de que Catalina y Logan desaparecieran por la puerta lateral del aeropuerto: sus manos aún entrelazadas, la cabeza de ella ligeramente apoyada en su hombro, el anillo brillando como un desafío.
El titular apareció minutos después, viral en todas las redes:
"Después del 'sí', el arresto. La pareja más vigilada de Roma, detenida por desafiar las leyes sagradas."
Y mientras todo ardía, en algún lugar de la ciudad, Luca Visconti cerraba el periódico con una sonrisa torcida.
Todo iba según lo planeado.
El sonido de los pasos sobre el pavimento era irregular. Catalina caminaba al frente, escoltada por dos oficiales de traje oscuro. Sus muñecas estaban libres, pero el control era evidente. Avanzaba con la cabeza erguida, los labios apretados, los ojos fijos en un punto inexistente frente a ella. Iba sola, aunque solo unos metros más atrás, Logan seguía el mismo camino, escoltado por otro par de agentes.
No podían hablarse.
No podían tocarse.
Pero estaban cerca.
Demasiado cerca para no sentirlo.
La brisa cálida agitaba el cabello de Catalina, lo arrastraba con suavidad hacia un costado. El sol del atardecer se reflejaba en el asfalto caliente del estacionamiento. A lo lejos, un avión despegaba, su rugido sobrecogedor quebraba por momentos el murmullo de la multitud que aún los seguía con las cámaras encendidas.
Un dron zumbaba sobre ellos, girando en círculos lentos, como un ojo omnisciente que no se perdía detalle.