La celda no era oscura. Tampoco húmeda, ni fría. Pero Logan la sentía así.
El aire se estancaba en los rincones, sin llegar nunca a renovarse del todo. Las paredes, blanqueadas con una pulcritud burocrática, no ofrecían refugio ni consuelo. Todo en ese lugar tenía un orden meticuloso, casi clínico. Como si la limpieza pudiera ocultar lo que realmente era: un encierro disfrazado de contención institucional.
La cama, estrecha y firme, no crujía. La mesa y la silla metálica estaban atornilladas al suelo. La pequeña ventana en la parte superior del muro permitía ver una franja de cielo pálido, pero estaba protegida con barrotes cruzados que recordaban —por si acaso se le olvidaba— que ese cielo no era suyo.
Afuera, el murmullo de oficiales que entraban y salían del edificio rompía el silencio de tanto en tanto, como una corriente alterna de pasos, órdenes y papeles que nunca mencionaban su nombre. No lo ignoraban: lo mantenían al margen. Como a una amenaza dormida.
Logan estaba sentado sobre la cama, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza inclinada hacia el suelo. No había reloj, pero sabía que llevaba ahí más de un día. Tal vez dos. Había comido una sola vez. No tenía hambre. Tampoco sueño. Su cuerpo resistía. Pero su mente... su mente era otra historia.
El sonido seco de un golpe contra los barrotes interrumpió la inmovilidad.
—¡De pie! —ordenó una voz masculina, firme.
Logan alzó la cabeza.
—Tiene visita.
El guardia se acercó, metódico. Era joven, uniforme impecable, rostro sin expresión. No buscó contacto visual. Solo esperó que Logan se girara y colocara las manos por detrás. Logan lo hizo sin resistencia. Sintió el chasquido de las esposas ajustarse a sus muñecas con una precisión familiar.
El camino fue breve. Dos pasillos. Una escalera. Una puerta metálica que se abrió con un código. Al otro lado, una sala sin ventanas. Mesa, dos sillas, y una cámara en la esquina superior. Todo blanco. Todo limpio. Todo calculado.
El guardia lo sentó. Las esposas permanecieron puestas.
Luego salió.
Y lo dejaron solo.
Por unos segundos.
Hasta que la puerta se abrió.
Y entró él.
Luca Visconti.
Vestía de manera impecable: traje oscuro, corbata granate, reloj de pulsera antiguo. Caminaba como quien está acostumbrado a que todo el mundo se aparte a su paso. No se apresuró. No necesitaba hacerlo. El silencio parecía inclinarse a su favor.
Se detuvo frente a la mesa.
Lo miró. Lento. De arriba abajo.
—Encadenado al fin —dijo, con una sonrisa apenas curvada en la comisura de los labios—. Como lo que eres. Un perro.
Logan no pestañeó. No le regaló ni un gesto.
—¿Vienes a ensuciarte las manos o solo a comprobar si sigo respirando?
Luca soltó una risa breve. Se sentó con calma, cruzando una pierna sobre la otra.
—Creíste que todo había sido olvidado, ¿verdad? —continuó, acomodándose el gemelo del pantalón—. Pero Roma no olvida, Sharp. Roma registra. Archiva. Observa.
—Roma también premia a los traidores. Veo que sigues trepando.
Los ojos de Luca brillaron apenas. Pero no respondió de inmediato. Observó las esposas, luego sus propios dedos.
—No soy yo el que está del otro lado del vidrio, esposado como un vulgar criminal.
—No eres tú —concedió Logan, con voz baja—. Pero tampoco eres Nigro.
Eso fue un golpe certero.
Luca mantuvo la compostura, pero el silencio que siguió fue distinto. Más denso.
—Mi primo es un sentimental. Cree en la redención. Yo, en cambio, creo en el orden. En las consecuencias.
—¿Por eso mandaste a arrestar a Catalina? ¿Para ordenar tu mundo?
—Para recordarle al mundo que no hay excepciones. Ni siquiera para las vestales favoritas del pueblo. Ni para los perros de Vesta que olvidan su lugar.
Logan lo miró, por fin.
Directo.
Sin odio. Sin temor.
Con una calma que inquietaba.
—No soy de Vesta. Nunca lo fui. Soy de ella.
Luca entrecerró los ojos. El tono había cambiado. No era una amenaza. Era una declaración.
—Entonces morirás por ella.
—Ya lo hice —respondió Logan, seco—. Cada vez que Roma me lo exigió.
El senador dejó escapar un suspiro lento.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta de ti, Sharp?
—Sorpréndeme.
—Tu fe. Ese instinto ciego con el que la sigues. Como si no pudieras concebir que hay algo más importante que ella. Como si tu lealtad te hiciera invulnerable.
Logan apoyó los antebrazos sobre la mesa. Las esposas tintinearon apenas.
—No soy invulnerable. Pero tampoco soy prescindible. Y tú lo sabes. Por eso estás aquí.
Luca sonrió, pero ya no era una sonrisa de superioridad. Era algo más amargo.
—Estás encerrado. Incomunicado. Catalina será juzgada por el Collegium. El pueblo pronto se olvidará de ustedes. Lo que parecía una revolución será solo una nota al pie.
—¿Y tú qué ganarás con eso?
—Paz.
Logan negó con la cabeza, una vez.
—Tú no quieres paz. Tú quieres poder. Y la quieres a ella.
Luca no lo desmintió.
El silencio fue absoluto por varios segundos.
—La diferencia entre tú y yo, custos —dijo Luca, usando el término como un escupitajo disfrazado de cortesía—, es que tú la amas. Y yo la necesito. Y cuando alguien necesita algo en Roma... lo consigue.
Logan se inclinó hacia adelante, sin romper el contacto visual.
—No sabes en qué te estás metiendo.
—Oh, sí lo sé.
—No lo creo. Porque si lo supieras, sabrías que ella no se rompe. Que no se rinde. Y que si vas a enfrentarte a ella… mejor tráete algo más que decretos y jueces corruptos. Trae una guerra.
Luca se incorporó. Alisó el saco. Volvió a acomodar la corbata.
—La guerra ya comenzó. Solo que tú aún no lo sabes.
Se giró hacia la puerta. Pero antes de salir, dijo sin volverse:
—La veré pronto. Tú, en cambio... mejor acomódate. Este lugar será tu hogar por un buen tiempo.