Fuego y sangre

No me arrepiento de nada

Catalina despertó antes de que tocaran la puerta. El silencio de la Domus Custodiae no era real; tenía otro tipo de sonido. Uno que venía desde adentro, como si las paredes recordaran. Se incorporó en la cama, todavía con el cuerpo tenso, y miró a su alrededor. No era su habitación del Atrium, pero era idéntica. Hasta en el ángulo exacto donde entraba el aire. No había mármol, pero el color, el mobiliario, la disposición... todo era lo bastante parecido como para resultar siniestro.

El golpe seco de los nudillos sobre la puerta la arrancó de la contemplación.

—Catalina Cornelia —anunció una voz del otro lado—. La están esperando.

Se puso de pie sin pedir explicaciones. No tenía túnica, pero sí ropa institucional, entregada al ingreso. Un conjunto neutro, sobrio, limpio. Como si la neutralidad del atuendo pudiera amortiguar la carga de su presencia.

La escoltaron dos agentes —ni jóvenes ni viejos, ni gentiles ni hostiles— por un pasillo revestido en piedra clara. No la esposaron. No la empujaron. Pero su libertad era un simulacro. Uno elegante, con buenos modales.

Entraron en un despacho sin ventanas. Una sala amplia, con una mesa rectangular al centro, dos sillas, y una figura que ya estaba sentada, hojeando una carpeta de cuero con dedos meticulosos. Catalina reconoció la postura antes que el rostro.

La delegada del Senado alzó la vista.

—Catalina Cornelia —repitió, sin levantar la voz.

—Ese no es mi nombre —respondió Catalina, antes de sentarse—. Mi nombre es Katarina Sharp.

—No según los registros del Collegium Vestae, ni los archivos de la Curia, ni las actas que sustentan su nombramiento.

—Canadá me otorgó ciudadanía. Y un nombre. Todo eso también figura en registros.

—Pero no aquí —replicó la mujer, cruzando las piernas—. Y este juicio no se celebrará en suelo canadiense.

Catalina no respondió. Se acomodó en la silla con una calma que no era sumisión.

La delegada hojeó lentamente la carpeta, como si buscara algo que ya sabía de memoria.

—Se le imputa desacato al juramento vestal. Abandono del cargo sin dispensa ritual. Relaciones impropias durante el voto. Intervención política siendo símbolo religioso. Uso indebido de su imagen en actos de carácter político-simbólico. Y desacato a la ley del Collegium sobre la pureza ritual.

Catalina ladeó la cabeza.

—¿No olvidan nada?

—Podríamos incluir el delito de reincidencia moral, si existiera —dijo la mujer con sequedad.

—Yo fui exiliada. No abandoné nada.

—No hubo acta formal de exilio —replicó la delegada—. Y mientras no haya disolución ritual, sigue siendo vestal. A ojos del Estado, nunca dejó de serlo.

—A ojos del Estado —repitió Catalina—. No a los míos.

La mujer cerró la carpeta con un leve chasquido.

—Los suyos no son los que importan, Catalina.

—Entonces no pierda el tiempo interrogándome.

—Debe entender algo —continuó la delegada—. La ley que protege la pureza de las vestales no hace distinción entre ciudadanos, militares o personal asignado. Cualquier hombre que corrompa una vestal es pasible de pena máxima. No importa si era su guardia. O su esposo.

—Logan Sharp no me corrompió. Me salvó.

—¿Salvó a la vestal o a la mujer?

Catalina respiró hondo.

—Ambas.

—Entonces admite que la relación comenzó cuando aún servía en el Atrium.

—Admito que en ese momento no tenía derecho a amar. Y aun así, lo hice.

La delegada la miró con atención renovada.

—¿Y no cree que eso confirma su culpa?

—No. Confirma que era humana.

Hubo un silencio espeso. Afuera no se oía nada. Ni pasos. Ni ecos. Ni siquiera el rumor lejano del jardín interno. Era como si la Domus hubiera sido diseñada para que cada palabra se escuchara como una confesión.

—¿No siente remordimiento por lo que ha provocado? —preguntó la delegada.

Catalina enarcó una ceja.

—¿A qué se refiere? ¿A la fractura en la Curia? ¿A la presión mediática? ¿A que el mundo vio cómo una vestal besaba a su custodio bajo el sol romano?

—A todo eso.

Catalina sonrió con frialdad.

—Entonces no. No me arrepiento.

—¿Ni siquiera de lo que puede pasarle a él?

Catalina se inclinó hacia adelante.

—A él ya le pasó todo. Todo lo que yo no pude evitar. Estuvo allí cuando yo era una niña, cuando Roma me obligó a dejar mi vida, cuando me exigieron pureza sin saber si había cicatrices debajo. Estuvo cuando nadie más se atrevió a tocarme. Así que no. No me arrepiento. Ni de haberlo amado ni de haberlo besado ni de seguir llevando su apellido.

La delegada no pestañeó. Pero anotó algo en su carpeta.

—Usted sigue creyendo que esto es una cuestión emocional.

—Y ustedes siguen fingiendo que es una cuestión legal.

—Lo es.

—No. Es política. Y simbólica. Ustedes no me enjuician por un acto. Me enjuician por lo que represento. Porque una vestal viva, amada, defendida, arruina siglos de control. Porque una vestal con voz no les sirve.

La mujer se levantó con lentitud.

—Volveré con más preguntas. O con un veredicto.

Catalina no se inmutó.

—Vuelva con lo que quiera. Yo no me muevo.

La delegada avanzó hacia la puerta.

—Este proceso no será justo, Catalina. Espero que lo sepa.

—Lo sé. Roma nunca ha sido justa con sus mujeres.

La puerta se cerró con suavidad.

Catalina se quedó sola.

Pero no derrotada.

La puerta aún no había terminado de cerrarse cuando volvió a abrirse.

Catalina alzó la vista.

Una mujer de rostro firme, peinado sobrio y traje de corte preciso ingresó con paso decidido. No venía escoltada. No traía carpeta visible. Solo una pequeña credencial que mostró a la guardia en la entrada antes de que esta le indicara el camino.

Al verla entrar, Catalina se irguió, sin mostrar sorpresa.

—Buenas tardes —dijo la recién llegada, con voz templada—. Mi nombre es Tullia Marcenio. Vengo en representación legal de su causa.




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