La celda estaba en silencio. Catalina había pasado la noche sin dormir, sentada junto a la estrecha cama, con los brazos cruzados sobre el regazo y los pensamientos desordenados. La Domus Custodiae no era un calabozo, pero tampoco era su hogar. Y, sobre todo, no era libre.
A media mañana, los pasos de una escolta retumbaron fuera de la puerta. Catalina se irguió. El guardia abrió sin golpear.
—Tiene visita.
No dio nombres. Catalina se levantó. Fue escoltada hasta una sala contigua, un despacho sobrio, sin ventanas, con una sola mesa y dos sillas enfrentadas. La iluminación era artificial, constante. Ni día ni noche. Tiempo suspendido.
Entró. Se sentó. Esperó.
La puerta volvió a abrirse. Catalina alzó el rostro y reconoció de inmediato la figura que apareció. Luca Visconti. Impecable. Seguro. Con esa sonrisa de cortesía que parecía cortada a medida. Él cerró la puerta tras de sí y se permitió unos segundos para observarla con detenimiento, sin disimulo.
—Qué imagen tan solemne —dijo con sorna—. Así que aquí estás. Encerrada como una reliquia.
Catalina no respondió.
—¿Esperabas que me quedara quieto? ¿Que viera cómo convertías mi ciudad en una fábula romántica para turistas?
Ella mantuvo la espalda recta.
—No tengo nada que hablar contigo.
Luca sonrió, se sentó frente a ella, acomodándose con la lentitud calculada de quien sabe que tiene el tiempo a su favor.
—Oh, pero yo sí. Verás, Catalina, la situación es muy simple. La Curia está evaluando los cargos. El Senado también. Algunos creen que merecen una ejecución pública. Otros prefieren una solución más… diplomática.
—Habla claro —lo cortó ella.
—Una propuesta. Muy antigua, pero aún válida. Matrimonio. Conmigo.
Catalina apenas se inmutó.
—¿Y si acepto?
—Si aceptas, Logan Sharp será exiliado. Saldrá de Roma con inmunidad diplomática. No volverá a ser molestado.
—¿Y si me niego?
Luca se encogió de hombros, teatral.
—Entonces ambos serán juzgados. Ambos podrían ser ejecutados. ¿Cuál crees que es la opción más racional?
Catalina lo miró en silencio. Un largo, incómodo silencio que él soportó con una sonrisa casi condescendiente.
—¿Qué dices, Catalina? ¿Aceptas convertirte en mi esposa y salvarle la vida?
Ella se inclinó ligeramente hacia adelante. Escupió al suelo.
—Prefiero arder en la pira con él antes que convertirme en la esposa de una serpiente.
Luca parpadeó, pero su sonrisa no se quebró. Solo se volvió más helada.
—Qué desperdicio de potencial.
—Qué pérdida de tiempo.
—Tú eliges —dijo él, levantándose—. Pero Roma no espera eternamente.
Se giró. Se detuvo en la puerta.
—Piensa en esto, Catalina. La historia será escrita igual. La diferencia es si estarás viva para leerla.
Catalina no respondió. No necesitaba hacerlo.
La puerta se cerró detrás de él. El silencio volvió. Pero esta vez, era un silencio con filo.
Y Catalina, sola de nuevo, respiró hondo. No por miedo. Por decisión.
***
El despacho de Nigro no tenía símbolos religiosos ni ornamentos senatoriales. Todo en él estaba dispuesto con una sobriedad que rozaba la austeridad: estanterías altas, una mesa de trabajo despejada, un sillón bajo y dos sillones más enfrentados, sin alfombra, sin cuadros, sin escudos de armas. Las paredes estaban revestidas de madera opaca, sin brillo ni historia. Ni siquiera una bandera.
Tullia Marcenio entró sin anuncio formal. Solo cruzó una mirada con el asistente de Nigro en el pasillo, y este asintió en silencio. La puerta se cerró tras ella sin un solo sonido.
Nigro ya la esperaba. De pie. El saco desabrochado, el rostro más severo que de costumbre. Había envejecido desde la última vez que se vieron. No en apariencia, sino en postura. En la forma de cargar los hombros.
—Si has venido a pedirme una declaración pública, estás perdiendo el tiempo —dijo él, antes siquiera de invitarla a sentarse.
—No vine a pedir que te inmoles públicamente —respondó ella—. Vine a recordarte quién arriesgó el pellejo para que hoy tengas ese despacho.
Nigro no se inmutó. Rodeó el escritorio con pasos lentos y se sentó. Sus movimientos eran cautelosos, pero no defensivos. Conservaba el control. O al menos sabía fingir.
—Noctem me dio un lugar. Me dio aliados. Pero lo que venga ahora… ya no depende de ella.
—¿Ah, no? ¿Y de quién depende entonces? ¿Del Senado? ¿De Luca Visconti?
El nombre provocó una pausa breve. Nada más. Nigro entrecerró los ojos, pero no respondió de inmediato.
—Depende del equilibrio. Toda Roma está atenta a tus movimientos. Y yo no puedo permitirme una postura parcial en un caso como este.
Tullia se mantuvo de pie. No pedía permiso. No buscaba comodidad.
—Roma está esperando que digas algo. Lo que sea. Porque si tú no lo haces, Luca lo hará primero. Y cuando lo haga, ya no será equilibrio lo que esté en juego. Será el poder.
Nigro tamborileó los dedos sobre la mesa. Una sola vez. Luego deslizó la vista hacia la fotografía que tenía en un marco discreto. Aurora, con su cabello oscuro recogido en una trenza gruesa, sostenía en brazos a Claudio, de apenas unos meses. Ahora tenía ocho años. El mismo rostro. La misma expresión inquisitiva.
Recordó el incendio muchos años atrás. El humo inundando las galerías de un templo donde se había realizado un acto oficial. El fuego extendiéndose como un depredador. Y a Aurora, de trece años, temblando en una esquina, cubierta de ceniza y hollín, vestida de vestal, con los ojos tan abiertos que parecía que no parpadearía nunca más.
Él tenía veinte años. Y sin pensarlo, la tomó en brazos y corrió hasta su propio coche. La escondió en el ala cerrada de su residencia así como a Isabella. Meses enteros sin que nadie supiera que habían sobrevivido al incendio.
Noctem, una noche llegó débil, tambaleante, con los vendajes aún frescos hasta su despacho, y le pidió ver a su hija.