Fuego y sangre

Unos minutos a solas

La sala asignada era pequeña, sin ventanas ni distintivos, más parecida a un depósito limpio que a un lugar destinado a la defensa legal de dos acusados de alta exposición. Las paredes eran lisas, grises, y la única mesa metálica tenía tres sillas dispuestas sin simetría. La lámpara del techo pendía sin cubierta, arrojando una luz blanca que no favorecía a nadie.

Tullia Marcenio llegó primero. Llevaba un portafolio negro bajo el brazo y una carpeta con documentación sellada. Revisó la habitación con el mismo rigor con que un cirujano inspecciona una sala de operaciones. No le habló al guardia que la acompañaba; bastó con su presencia para que él comprendiera que debía marcharse. La puerta se cerró con un clic seco. Se quedó sola.

Tomó asiento. No se acomodó. No se quitó el saco. Sacó un reloj de pulsera del bolsillo y lo dejó sobre la mesa, girado hacia ella. El tiempo corría, y en un juicio como ese, cada minuto era un privilegio ganado.

Cinco minutos después, Catalina cruzó el umbral.

Venía sin escolta. El pasillo había quedado vacío tras ella. Vestía ropa sencilla, sin distintivos religiosos, sin túnica. Solo una camisa blanca, sobria, abotonada hasta el cuello, y pantalones oscuros. Caminaba erguida, aunque los días de encierro se le notaban en el rostro. No en el cuerpo. En la mirada.

Tullia alzó la vista. No sonrió.

—Tendrán unos minutos a solas. No más de quince —anunció—. Logan está en camino.

Catalina asintió. No preguntó.

No se sentó tampoco. Se quedó de pie, cerca de la pared, con los brazos cruzados y la vista fija en la puerta. Como si eso le diera tiempo. Como si eso impidiera que doliera más.

El reloj marcaba exactamente el minuto catorce cuando la cerradura giró nuevamente.

Logan entró.

No habló. Ni bien la vio, se detuvo.

Tullia lo observó de reojo. No por desconfianza, sino por costumbre. Él tampoco saludó. Su atención fue directa, absoluta, indivisible. Había algo en su presencia que no se había perdido con los días de celda. Seguía siendo él. Aun con las sombras bajo los ojos y los nudillos ligeramente marcados por las paredes que no hablaban.

Catalina no se movió al principio.

Pero luego, un paso. Solo uno.

Y bastó.

Logan se acercó, lento, sin prisa, hasta quedar frente a ella. No había palabras en el aire. Solo el pulso compartido de algo que no se había roto.

Él bajó la vista, y fue entonces cuando lo vio.

El anillo.

Seguía en su dedo. El oro discreto, sin pulido brillante, y en el centro, el pequeño zafiro azul que él mismo había elegido. Un diseño romano, antiguo, con historia en la forma y en el gesto.

El mismo que le puso antes del caos. Antes del fuego. Antes de perderla.

Extendió la mano. Tocó la de ella. No pidió permiso.

Catalina permitió el contacto. Dejó que sus dedos fueran girados con suavidad, que la yema de su pulgar trazara el contorno del zafiro como si buscara memorizarlo otra vez.

—No te lo quitaron —murmuró él.

Ella negó con la cabeza.

—Nadie pudo. Y yo no iba a dejar que lo hicieran.

No sonrió. Ninguno lo hizo. Pero el gesto tuvo más peso que cualquier promesa.

Tullia seguía en su sitio, a menos de dos metros, pero no intervino. Cerró su carpeta, cruzó las manos sobre la mesa, y desvió la mirada hacia el reloj.

Logan alzó la vista.

—¿Estás bien?

Catalina lo miró a los ojos.

—No importa cómo esté yo. Importa cómo vamos a salir de esto.

Él quiso decir algo más, pero no encontró palabras que no sonaran inútiles. Así que hizo lo único que aún tenía sentido.

La abrazó.

Y esta vez, ella no dudó.

El contacto fue sólido, íntimo. No había urgencia en los movimientos, sino una necesidad silenciosa de comprobar que el otro seguía allí, completo. Logan apoyó la mejilla en el cuello de Catalina. Cerró los ojos. Aspiró hondo.

Ella le rodeó la cintura. Le temblaban un poco los dedos, pero no se apartó.

No hablaban de amor. No hablaban de miedo. Hablaban de verdad.

Logan se separó apenas, lo justo para poder verla de frente.

—Si dicen que podemos elegir entre el exilio o la muerte, vas a tener que dejarme elegir contigo.

—No voy a elegir sin ti —dijo Catalina—. Aunque eso implique no salir.

Y entonces, sin aviso, él la besó.

No fue un beso desesperado. Fue firme, decidido, consciente. Un gesto que no pedía permiso porque ya lo tenía. Catalina respondió. No se fundieron, no se quebraron. Se reconocieron. Fue un acto de soberanía en medio del juicio ajeno.

Tullia no se movió. Ni un centímetro. No los interrumpió. No carraspeó. No midió el tiempo en ese instante. Solo después de unos segundos, y sin alterar el tono, dijo:

—La defensa debe estar en sala en diez minutos.

Se separaron. Lentamente. Como si cada centímetro fuera una tregua que sabían que no duraría.

Catalina bajó la mirada al anillo. Luego lo apretó con la mano opuesta, como si sellara algo en su piel.

Logan no volvió a hablar. Pero su cuerpo decía lo necesario.

Tullia se puso de pie.

—No van a permitir que hablemos durante la audiencia. No nos van a dar espacio real para los alegatos. Esto es una formalidad. Pero quiero que entren sabiendo una cosa: no están solos. Ni en la sala, ni fuera de ella.

Catalina la miró con una seriedad que no pedía explicaciones.

—¿Quién más está?

—Nigro mueve piezas en las sombras. Noctem está observando. Y yo estoy aquí. No es todo. Pero es algo.

Logan soltó una leve exhalación. No era alivio. Era preparación.

—¿Y Luca?

Tullia respondió sin adornos.

—Quiere un espectáculo. Ya lo ha convertido en eso. Lo que no espera… es que ustedes se mantengan de pie.

Catalina levantó el mentón.

—Entonces que lo vea. Y que sepa que no estamos rotos.

—Y que no vamos a negociar lo que no estamos dispuestos a ceder —añadió Logan.

Tullia asintió. Tomó la carpeta, el reloj, y caminó hacia la puerta. Tocó dos veces. El sonido metálico respondió desde el otro lado. Aún no se abría.




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