Fuego y sangre

El servicio de Aurora

El Senado estaba en sesión extraordinaria. La disposición del recinto no había cambiado: los escaños semicirculares, el podio central, los micrófonos apagados hasta nuevo aviso. Pero el clima era otro. No había debate. No había oratoria. Solo un juicio.

El lugar había sido acondicionado para la audiencia con una sobriedad protocolar, cortinas cerradas, aire sellado, luces dirigidas al centro de la sala como un teatro sin aplausos. Las cámaras estaban prohibidas. La prensa, fuera. Solo quedaban las voces autorizadas.

En el centro, una única mesa baja, flanqueada por dos sillas.

Catalina ocupaba una de ellas. Vestía un traje blanco, cerrado hasta el cuello, sin insignias. El cabello recogido, las manos sobre el regazo. No levantó la vista. No se movía. Era la figura perfecta de lo que esperaban de ella, contenida, reducida.

Logan estaba a su derecha. Traje gris oscuro, la espalda recta, el mentón ligeramente inclinado hacia el frente. Sus manos también estaban visibles. No esposadas, pero quietas. No se miraban.

Frente a ellos, una mesa de mayor tamaño. Tullia Marcenio estaba sola allí. Vestía de negro. Solo un portafolio, una carpeta cerrada y una expresión que no admitía interpretaciones.

A un lado, otra mesa. Luca Visconti, con traje azul marino, corbata oscura, y una leve sonrisa en los labios que no alcanzaba los ojos. Lo acompañaba Titus Lepidus, relator designado por la Curia, con toga protocolar y un anillo del Senado visible sobre el índice derecho. Revisaba documentos, sin prisa.

Presidiendo, Nigro Visconti. No llevaba túnica senatorial ni banda oficial. Solo un traje oscuro y una mirada opaca. Sentado en el estrado más alto, rodeado por los senadores que oficiarían como jurado. No hizo comentarios al iniciar la sesión. Solo alzó una mano, y Lepidus tomó la palabra.

—Esta sesión ha sido convocada por orden del Senado para evaluar las faltas cometidas por la ciudadana Catalina, perteneciente a la gens Cornelia y el ciudadano Logan Sharp, por violaciones a los preceptos del Collegium Vestae, del derecho ritual romano y del código de conducta aplicable al cuerpo de la Guardia. Ambas figuras han gozado de excepcional visibilidad pública, por lo cual este tribunal considera que sus actos revisten gravedad institucional.

Lepidus continuó.

—Se les imputa desacato a la ley ritual, desacato al juramento público, abuso de imagen simbólica, y posible conspiración contra la estabilidad moral del Estado. Las penas previstas oscilan entre la reclusión de por vida, el confinamiento extraterritorial o la pena capital.

Un murmullo apagado recorrió los escaños.

Nigro alzó la vista.

—¿Desea la defensa hacer uso de la palabra?

Tullia se puso de pie.

—El pueblo no está aquí. Pero Roma debe escuchar.

Giró levemente el cuerpo hacia los senadores, sin levantar la voz.

—La defensa sostiene que este acto no es jurídico. No es canónico, y no es necesario. Lo que se está juzgando no es una violación legal, es una ofensa simbólica. Lo que molesta no es lo que se hizo, sino que se haya hecho a la vista de todos.

Algunos senadores intercambiaron miradas.

Tullia avanzó un paso.

—Catalina fue vestal. Sí. Cumplió años de servicio. Fue símbolo. Fue objeto. Fue herramienta de legitimación de un sistema que ahora finge escandalizarse por su humanidad. Y Logan Sharp... es extranjero. Un custodio. Un ciudadano adoptado. Fácil de exponer. Aún más fácil de descartar.

Lepidus alzó la mano.

—Protesto. No es el momento para alegatos ideológicos. Pedimos que la defensa se limite a los hechos.

Tullia lo miró por primera vez.

—¿Cuáles? ¿Los que ustedes decidan incluir en el acta?

Luca se incorporó con elegancia. No levantó la voz.

—Nadie aquí ha cuestionado el servicio de la ciudadana Catalina Cornelia. Lo que se cuestiona es su ruptura. Su negativa a someterse al procedimiento ritual de desvinculación. Su uso de una posición pública para dar lugar a una relación sentimental que transgrede la norma.

Hizo una pausa.

—Y si no lo hizo por voluntad... entonces nos enfrentamos a una manipulación. A una seducción deliberada de parte de una figura entrenada para cautivar la opinión pública.

Los ojos de Logan se estrecharon apenas.

Tullia se volvió hacia Luca.

—Usted es senador, no juez, y hasta donde sé, tampoco fue testigo directo de los hechos.

—He visto las imágenes —dijo Luca—. Como todos.

—Y también vio los titulares, las interpretaciones, las editoriales. ¿Ese es el estándar de justicia ahora? ¿La viralidad?

Lepidus carraspeó.

—El Senado tiene la obligación de actuar cuando lo simbólico amenaza la cohesión civil. No se trata de castigar emociones, se trata de preservar el orden.

Tullia se volvió hacia Nigro.

—¿Y cuál es el precio por preservar ese orden? ¿La vida de dos personas? ¿La autonomía de una ciudadana? ¿El silencio de quien no puede hablar?

Nigro bajó ligeramente la mirada. No respondió.

El juicio apenas comenzaba.

Pero el tono ya estaba marcado.

—Si ya han decidido qué hacer con ellos —dijo con voz clara, sin elevar el tono—, entonces díganlo. No hace falta este teatro. No simulen un juicio que no existe. No finjan ecuanimidad cuando ya redactaron el veredicto.

Silencio. Solo los murmullos lejanos del ala de prensa, acallados con un gesto del relator del Senado.

—Podrían, si prefieren algo más eficaz —continuó Tullia—, atarlos a un poste en medio del Teatro Flavio y liberar a las fieras. Al menos sería más honesto. Más romano.

Un nuevo murmullo. Esta vez más intenso. Nigro no intervino. Estaba sentado en la silla presidencial, con el rostro pétreo. Observaba. Escuchaba.

Luca Visconti sonrió desde su asiento, en la primera fila de senadores.

—Dramática como siempre, Marcenio —dijo con falsa cortesía—. Nadie aquí pretende convertir esto en un circo. Aunque algunos discursos contribuyen bastante.




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