Tras la orden de receso de cuarenta y ocho horas, Catalina fue conducida por el pasillo estrecho de la Domus custodiae. Cada paso resonaba contra los muros, más pesado que el anterior. El eco parecía seguirla incluso cuando la puerta de su celda se cerró con un golpe seco. Solo el ruido del cerrojo y la sensación de que el aire, allí dentro, se agotaba más rápido.
Se dejó caer en el catre sin desvestirse. La tela áspera de la funda raspaba su piel, pero no tuvo fuerzas para moverse. El cansancio era más que físico; le pesaban las horas, las miradas, las frases que aún retumbaban en su cabeza. Cerró los ojos y, como si el sueño fuera un refugio, se dejó arrastrar.
El sueño la atrapó sin que pudiera oponer resistencia. No fue un descanso, sino un descenso.
Catalina abrió los ojos y ya no estaba en su celda de la Domus custodiae. El aire era distinto, pesado, saturado de un olor terroso. El frío le calaba los huesos. Tardó un instante en darse cuenta de que no podía incorporarse del todo; el techo estaba tan bajo que casi rozaba su cabeza.
Estaba en un hueco excavado en la tierra. Las paredes eran irregulares, húmedas, y le devolvían el eco apagado de su propia respiración. La túnica había desaparecido. En su lugar, el sudario blanco con el que se amortajaba a las vestales cubría su cuerpo, áspero contra la piel. A un lado, en la penumbra, distinguió una hogaza de pan, un cuenco con miel, un jarro de leche y una lámpara de aceite cuya llama titilaba débilmente.
Se le heló el corazón. Conocía el ritual.
Si estaba allí, significaba que el juicio había terminado. Que ya la habían condenado.
El pensamiento siguiente fue aún más brutal; si ella había sido enterrada viva, Logan estaría muerto… o lo estaría muy pronto.
Sintió que algo se quebraba por dentro.
Su respiración se aceleró. Miró a su alrededor, buscando una salida. Solo encontró tierra y piedras. Una losa enorme sellaba el hueco sobre su cabeza. En algún lugar muy arriba, un hilo de aire descendía, insuficiente, burlón.
—No… no… —susurró.
Se arrodilló frente a una de las paredes y comenzó a escarbar con las manos. La tierra cedía apenas unos centímetros antes de compactarse otra vez. Siguió. Uña tras uña, piel contra roca. El dolor se mezcló con la urgencia; la sangre se mezcló con el polvo. Sus dedos se hincharon. Las uñas comenzaron a desprenderse, arrancadas por su propio esfuerzo.
El tiempo se volvió incierto. No sabía si habían pasado minutos o horas. Solo conocía el latido furioso de su corazón y la sensación de que cada segundo que perdía era un segundo más lejos de salvarlo a él… o de salvarse a sí misma.
La tierra bajo sus manos se volvió una masa tibia, pegajosa. Sangre y barro. El sudario se pegaba a su piel húmeda. Siguió cavando. No pensaba detenerse.
Y entonces lo sintió.
Un crujido. Un desplazamiento.
Levantó la vista. La piedra que sellaba la entrada se movía, lenta, como empujada desde fuera. El haz de luz gris que se filtró no trajo alivio, sino un escalofrío.
Retrocedió, tambaleante, hasta chocar contra la pared opuesta. Sus pies desnudos resbalaron sobre la tierra. El hueco se le hizo más estrecho.
La piedra se corrió por completo. En el marco oscuro apareció la silueta de un hombre. Alta. Inmóvil.
Catalina no pudo ver su rostro, pero algo en su interior lo supo de inmediato; Luca Visconti.
Su presencia llenaba el hueco como si el aire mismo se hubiera vuelto suyo.
Él extendió una mano hacia ella.
Catalina lo odiaba. Con cada fibra de su ser, lo odiaba. Pero estaba atrapada. Sin salida. Sin otra opción.
La desesperación tomó la decisión por ella.
Tendió la mano y sus dedos rozaron los de él.
El cambio fue inmediato. La carne bajo su tacto se endureció, se contrajo, se transformó. La piel se volvió escamas frías, verdes, y la mano se alargó en un cuerpo sinuoso. La serpiente, enorme, la misma que había visto en el escudo de los Visconti, se enroscó en torno a su brazo con una rapidez imposible.
Catalina intentó apartarse, pero ya la tenía. Las fauces se abrieron, revelando colmillos que no buscaban solo morder, sino tragar.
Sintió la presión en el cuello, el pecho, las piernas. El cuerpo de la serpiente se cerraba a su alrededor como un muro vivo. El mundo se redujo al olor metálico de su aliento y al sonido húmedo de sus músculos moviéndose para devorarla.
La cabeza entró primero. La oscuridad se cerró sobre su rostro. La fuerza de la criatura la arrastraba entera, lenta, inexorable, hacia un interior que no tenía final.
Quiso gritar, pero la voz se le ahogó antes de salir.
Y despertó.
El sudor le corría por la frente. El aire de la celda le pareció de repente demasiado claro, demasiado real. Su corazón golpeaba como si hubiera corrido una carrera imposible. Aún sentía en la piel el frío de las escamas.
Se llevó las manos a la cara. No sabía si lloraba… o si la serpiente seguía ahí, agazapada en algún lugar dentro de ella.
La tormenta se había apoderado de Roma sin previo aviso. Los relámpagos entraban por las ventanas como cuchilladas de luz, seguidos por truenos que hacían vibrar los muros.
En la instalación militar, Logan yacía en la litera, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. No intentaba dormir. Escuchaba el golpeteo insistente de la lluvia contra el techo metálico y el zumbido de los generadores que se quebraba cada vez que un rayo caía cerca.
Recordó otra noche como esa, lejos de allí. El sonido de la tormenta filtrándose en la habitación, el cuerpo de Catalina tenso a su lado, los ojos abiertos hasta que el último trueno se apagaba.
Se preguntó si ahora, en la Domus custodiae, estaría despierta. La imaginó contando mentalmente los segundos entre destellos y estruendos. La imaginó mirando el techo, incapaz de entregarse al sueño.
En la Domus custodiae, Catalina estaba sentada sobre el lecho. No era la litera de hierro de una celda común: el colchón era blando, la ropa de cama impecable, los muebles mínimos y ordenados. Un espacio que imitaba la sobriedad del Atrium Vestae, pero sin su libertad.