Tullia se puso de pie con deliberación. No necesitó aclararse la garganta ni ordenar papeles de más; apoyó una mano sobre la carpeta cerrada y dejó la otra libre, como si el gesto fuera suficiente para exigir la atención.
—Señores senadores, señor presidente del Senado, señor relator. Comparezco en nombre de la acusada Catalina y del acusado Logan. No vengo a pedir favores. Vengo a solicitar una audiencia limpia.
Se tomó un segundo, apenas. Miró el semicírculo de escaños como quien recorre una topografía conocida, luego fijó la vista en Nigro.
—Lo primero es el método. Este procedimiento se ha iniciado con acceso restringido, sin presencia de prensa, con una narrativa ya circulando fuera de estas paredes. La defensa requiere que conste, nos oponemos a que la causa prosiga a puerta cerrada. Si se invoca la “cohesión civil” para justificar un juicio, la ciudadanía debe poder verlo. De otro modo, no es justicia; es administración de reputaciones.
No elevó el tono. Bastó la precisión.
—Lo segundo es el objeto. Se acusa a Catalina de desacato al juramento sacerdotal, de uso impropio de su condición como vestal, de afectar la “estabilidad moral del Estado”. Se acusa a Logan de colaborar en la salida irregular de una sacerdotisa y de quebrantar el código de su cuerpo. Antes de discutir culpas, discutamos tipicidad: ¿dónde está definido en términos legales —no en editoriales ni en crónicas— el delito de “abuso de imagen simbólica”? ¿Cuál es su pena prevista? ¿Dónde está la ley escrita que lo sustente?
Una pausa más larga. Dejó caer la mano abierta sobre la carpeta, con suavidad.
—Si no existe norma clara, no hay infracción. Ustedes lo saben. Nullum crimen sine lege no es una consigna; es el nervio de cualquier sistema que aspire a llamarse derecho.
Lepidus movió el anillo, incómodo. Tullia no lo miró todavía.
—Tercero: cadena de hechos. Catalina no renunció al sacerdocio por una razón que no depende de su voluntad: cuando se le instruyó el camino formal para hacerlo, fue atacada en este mismo recinto. Desde ese momento, su situación quedó bajo protección extraordinaria. No fue una huida caprichosa: fue trasladada fuera del país con autorizaciones que, si hace falta, enumeraremos con número de expediente y firma, porque existen. Si el Estado decide custodiar a una persona y reubicarla, no puede años después imputarle como falta aquello que él mismo dispuso para salvarle la vida.
Ahora sí miró a Lepidus.
—Señor relator, la defensa solicita que se oficie a la Secretaría correspondiente para remitir todas las órdenes de traslado, informes médicos y resoluciones de seguridad posteriores al atentado. También pedimos las notas internas que acreditan la decisión de mantener reservada la identidad de Catalina durante su convalecencia y su estadía en el extranjero. Son documentos del Estado. Están. Que vengan al expediente.
Volvió al conjunto.
—Cuarto: sustitución y precedentes. Catalina fue reemplazada en sus funciones. No estamos discutiendo una vacancia abierta ni un abandono unilateral. Hubo sustitución ritual. Si el aparato institucional consideró válido continuar con la vida religiosa sin la presencia física de Catalina, reconoció de hecho que su vínculo estaba suspendido por causa mayor. No se puede sostener, al mismo tiempo, que estaba “en servicio pleno” para condenarla y “fuera de escena” para mantener el culto sin ella.
Algunas cabezas se inclinaron hacia los costados. Tullia dejó que el dato se asentara.
—Quinto: Logan. Se invoca su “marca” como si fuese un título perpetuo que anula lo decidido por las propias autoridades cuando se le retiró la acreditación, se cerraron accesos y se dispuso su salida. ¿En qué texto —cito: texto— se lee que un símbolo corporal revierte actos administrativos firmados por quienes tenían competencia? Si pretendemos que un signo invalide una resolución, entonces el Estado queda sometido a lo que lleva grabado un individuo y no a su propio boletín oficial.
Luca sonrió con esa economía de gestos que buscaba control. Tullia alzó apenas el mentón.
—Me adelanto al argumento que ya se dejó entrever: “la obediencia no prescribe”. Eso es retórica si no se acompaña de actos. Y los actos fueron claros: se clausuró su función. ¿Cuál es el fundamento normativo que permite resucitarla ahora, no para restituir derechos, sino para castigar?
No hubo alarde. Hubo filo.
—Sexto: pruebas y edición. Se citan imágenes, capturas, secuencias de un beso, de una mano, de un gesto. La defensa pide cadena de custodia completa de todo material audiovisual, metadatos incluidos, identificación de quién recortó, quién subtituló, quién seleccionó el ángulo. Una imagen sin contexto es una insinuación; una prueba sin cadena es una sombra. Si la acusación se apoya en lo que circula, entonces que circule entero y bajo peritaje.
Se acercó un paso al estrado, sin invadirlo.
—Séptimo: competencia. Estamos en sede senatorial, con un relator de la Curia y con el Pontífice presente entre los convocantes. La defensa requiere que conste: esto no es una causa religiosa; se la ha traído a un foro político. Si se la pretende religiosa, debe tramitar donde corresponde, con rituales, cánones y autoridades internas, y con instrumentos acordes. Si se la pretende política, entonces rigen garantías plenas de defensa, publicidad y prueba. No pueden tener las dos cosas cuando conviene y ninguna cuando molesta.
Lepidus intentó interrumpir. Tullia levantó la palma, apenas.
—Octavo: trato desigual. Hace cuarenta y ocho horas pregunté por la dispensa formal de quien hoy ocupa un lugar al que Catalina también fue destinada. No porque quiera traer otro nombre a esta sala, sino porque ilustra el punto: cuando el Estado necesita continuidad, la norma es un puente; cuando el Estado necesita ejemplaridad, la norma se vuelve un látigo. La ley no puede comportarse como un instrumento de ocasión. Si hubo flexibilidad para sostener la vida religiosa, entonces existe flexibilidad para no destruir a quien fue apartada por causa mayor.