Luego de la “visita” de Harlan regresaron a casa, quedaron solos. Las puertas se cerraron y el ruido de la calle quedó lejos. Catalina dejó las llaves en el cuenco de la entrada y se quitó el abrigo sin mirarlo. Logan pasó junto a ella y fue directo a la cocina, como si necesitara moverse para no pensar.
El teléfono de Logan vibró en el bolsillo de su chaqueta. Dos veces. Lo sacó sin pensarlo y leyó en la pantalla:
Harlan Taylor: Si no te casas con Brandt, destruyo lo que construyeron. Empiezo por ella. Luego Elaine. Cuando no quede nada, voy por ti. Elige. Tienes veinticuatro horas.
Logan bloqueó el aparato de inmediato. Sintió el pulso golpeándole en la garganta. Guardó el teléfono y abrió un cajón cualquiera. Estaba vacío. Lo cerró. Tomó una jarra de vidrio, luego la volvió a dejar. No confiaba en su propia mano.
—¿Vas a decirme qué pasa? —preguntó Catalina desde la puerta del estudio, apoyada en el marco.
Él negó con la cabeza sin mirarla.
—Nada que no sepamos ya. Harlan está furioso.
—Eso ya lo vi —dijo ella, cruzándose de brazos—. Te golpeó en tu propia oficina. Furioso es una palabra amable.
Logan se frotó la mandíbula donde el golpe todavía ardía. Quiso encontrar una respuesta neutra, una que no iniciara una pelea. No la encontró.
—Voy a preparar café —dijo al fin.
—No quiero café.
Catalina entró a la cocina y se paró frente a él. Estaba pálida, con los ojos cansados, pero firme.
—No me ocultes nada, Logan.
Él sostuvo su mirada. El impulso de contarlo todo le subió como un calor amargo; el mensaje, la amenaza, el orden de ataque. Catalina. Elaine, luego él. Apretó los dientes. Si lo decía, la obligaba a cargar con una decisión que era suya. Si callaba, la exponía a una sospecha peor. Escogió callar.
—No te estoy ocultando nada —dijo despacio—. Harlan hará lo que sea para presionarnos. Ya lo sabíamos.
—Presionarnos —repitió Catalina, con una mueca breve—. Presionar es una llamada del abogado. Esto es otra cosa.
Lo vio llevarse una mano al bolsillo y volver a sacarla. No era un gesto suyo. Catalina inclinó apenas la cabeza, atando cabos en silencio.
—¿Te escribió? —preguntó.
Logan respiró hondo.
—No importa.
—A mí importa.
—No ahora.
Catalina dio un paso hacia atrás. El movimiento fue pequeño, casi imperceptible, pero a Logan le dolió como si le abrieran una grieta en el pecho. Acortó la distancia y la abrazó con fuerza. Las manos cruzadas en su espalda, como si quisiera retener la estructura entera de su vida en ese punto exacto. Catalina quedó rígida.
—Suéltame —pidió, en voz baja.
Él no obedeció al instante. Bajó la frente al cabello de ella. No buscó un beso. Solo aire compartido.
—Logan —repitió—. Suéltame.
Aflojó. No del todo. Lo suficiente para que ella pudiera mirarlo sin empujarlo.
—Si no confías en mí, dilo —dijo Catalina—. Pero no me mantengas en vilo.
Él dio un paso atrás. La amaba a su modo: protegiendo, planificando, cubriendo rutas de escape. Ahora esas rutas se encogían hasta una línea brutal. Harlan había puesto un reloj sobre sus cabezas.
—No es falta de confianza —dijo—. Es… que necesito pensar.
Catalina apoyó las manos en el borde de la mesada.
—Pensemos juntos, entonces.
Él negó.
—No. Esto tengo que decidirlo yo.
—¿Decidir qué?
Otra vez el impulso de contarle. Otra vez el freno. Vio, como en un mapa, los caminos posibles; enfrentarse de inmediato y arriesgarla, negociar con Harlan y regalarle terreno, aceptar el chantaje y casarse con Brandt para evitar la caída, o renunciar a ella para empujarla de vuelta a Roma bajo el amparo de otro nombre. Luca. La sola idea le dio náuseas.
—Sé que estás pensando en todas las posibilidades —dijo Catalina, clara como si pudiera leer los pensamientos de Logan—. Lo veo en tu cara desde lo sucedido hoy.
Logan la miró con sorpresa. Catalina no necesitaba que él hablara para leerlo.
—Si no te casas conmigo ahora —continuó ella—, ¿qué vamos a hacer? ¿Dejar que decidan por nosotros otra vez? Deberé regresar a Roma, lo sabes.
Él apretó la mandíbula.
—No quiero eso, Kat.
—Entonces habla.
—No puedo.
Catalina soltó una risa seca, sin humor.
—Siempre puedes. Otra cosa es que no quieras decirlo.
Logan acercó la mano y le acomodó el mechón que le caía sobre la mejilla. No era un gesto casual. Lo necesitaba. Era su forma de memorizarla por partes: piel, temperatura, la curva exacta del pómulo. Si todo se rompía, no quería que su cabeza rellenara con fantasmas.
—Estás temblando —dijo ella.
—No —mintió.
El teléfono volvió a vibrar en su bolsillo. Un golpe pequeño, insistente. Él lo ignoró. Catalina lo vio.
—Contéstale —soltó—. Así terminamos con esto.
—No.
—¿Por qué?
—Porque si vuelvo a leerlo no voy a poder mirarte igual —dijo, y la sinceridad le salió sin filtro.
Catalina parpadeó.
—Entonces es peor de lo que imaginé.
Logan apoyó las manos en la encimera, a cada lado de su cadera, sin tocarla. La cercó, pero dejó espacio. No quería que se sintiera atrapada otra vez. Ella lo sostuvo con la mirada, obstinada.
—Harlan habló de destruirnos —dijo él al fin—. Primero a ti, luego a Elaine. Después a mí. Eso fue lo que dijo. Con esas palabras.
Catalina recibió el golpe sin moverse. Ni una queja. Ni un insulto. Solo un asentimiento mínimo, como quien clasifica una pieza más de un rompecabezas que ya sospechaba.
—¿Y qué es lo que quiere? —preguntó.
Logan tardó en decirlo. Tardó porque decirlo era admitir que la decisión ya estaba delante de ellos como un contrato sobre la mesa.
—Quiere que reorme el compromiso con Brandt, y que me case con ella.
La palabras quedaron entre los dos, flotando como un fantasma. Catalina respiró por la nariz. Se pasó los dedos por el anular izquierdo, sobre el zafiro, como si comprobara que todavía estaba ahí.