Fuego y sangre

¿Te sientes bien?

Catalina despertó sobresaltada y llevó la mano al otro lado de la cama. La sábana estaba fría. No había rastro de Logan. Se quedó un momento inmóvil, con la vista clavada en el techo, intentando recordar si él se había levantado en mitad de la noche o si, sencillamente, no había dormido a su lado. El mareo llegó de golpe, como una ola. Se incorporó y volvió a sentarse de inmediato porque el cuarto giró con una velocidad que le revolvió el estómago.

Buscó el teléfono en la mesa de noche. La hora le resultó absurda: más temprano de lo esperado para alguien que, en teoría, debía descansar. Recordó que desde el día anterior no había comido nada consistente. Los últimos días habían sido un ejercicio de resistencia: cafés a medias, bocados saltados, el cuerpo pidiendo tregua y ella respondiendo con agendas y silencios. Aspiró hondo para domar la náusea que subía como una cuerda áspera por la garganta.

Se levantó despacio y caminó hacia el baño. El reflejo en el espejo le devolvió una palidez que no era nueva, pero ahora tenía un matiz distinto, como si por debajo de la piel se hubiera instalado una fatiga más profunda. Abrió el grifo y se lavó el rostro. Al incorporar la vista, algo sobre el lavabo le llamó la atención; el pastillero que Elaine le había dado, con las pastillas anticonceptivas ordenadas como pequeñas cuentas de un rosario. Hubo una casilla completa. Intentó recordar: ¿había olvidado una toma durante el viaje? ¿La había retrasado? La memoria se le volvió difusa, una rutina que había sido cortada, el juicio, discusiones. Cerró el pastillero con un clic.

Bajó las escaleras aferrada a la barandilla. En la cocina, Elaine estaba de pie frente a la encimera, rompiendo el silencio con pequeños movimientos domésticos; llenando una jarra de jugo, tostadas que pasaba a un plato. Al verla, dejó todo en su sitio, como si la escena hubiera sido ensayada muchas veces y supiera el momento exacto para detenerse.

—Buen día, Logan me contó lo de ayer —dijo Elaine—. No pensaba dejarlos solos sin asegurarme de que todo estuviera bajo control.

Catalina se apoyó en el borde de la mesa, cuidando de no mostrar el esfuerzo que implicaba para ella hacerlo.

—Buen día ¿Dónde está Logan? —preguntó.

—Salió temprano. Dijo que tenía asuntos que atender. Volverá temprano —contestó Elaine con un tono que no intentaba sonar tranquilizador—. Quería quedarme con ustedes hasta que esto se ordene.

Catalina asintió sin entusiasmo.

—¿Y Charles?

—En una conferencia. “La asimilación de la mitología griega en el culto romano” —repitió Elaine, casi automática—. Se lo habían pedido hace meses. No podía cancelarla.

Catalina intentó sonreír, pero le falló el gesto.

—Bien por él.

Elaine la miró con esa atención que había afinado durante años: no era intrusiva, pero tampoco benigna. Observó la palidez, la rigidez en los hombros, la forma en que Catalina parpadeaba para fijar el foco.

—¿Te sientes bien?

—No he comido bien. No he dormido bien. Supongo que el cuerpo me está pasando factura.

—¿Estás segura de que es solo eso?

Catalina se tensó apenas. Levantó una ceja, lista para desmontar cualquier sospecha.

—Es lo más probable. Tranquila.

Elaine no discutió. Se limitó a asentir con una calma que Catalina conocía bien, algo tramaba. La vio sacar el teléfono del bolsillo del pantalón y revisarlo como quien mira la hora. Catalina subió a vestirse, agradecida por salir unos minutos del foco de esa mirada. En el cuarto, el mareo cedió un poco cuando se aferró al borde del armario. Abrió cajones, eligió ropa sin pensar, se ató el cabello. Al regresar al pasillo, escuchó el timbre. Un mensajero en la puerta, un paquete pequeño. Elaine firmó, le agradeció al mensajero y guardó la cajita en el bolsillo de su chaqueta hasta que Catalina reapareció.

—Es para ti —dijo, tendiéndoselo.

Catalina tomó el paquete sin abrirlo.

—¿Qué es?

—Ábrelo.

Dentro, una caja blanca. Dentro de la caja, un test de embarazo. El pulso de Catalina se aceleró. Pensó en protestar, en decir que aquello era ridículo, que era evidente que el mareo tenía que ser por la baja de azúcar. Abrió la boca y, antes de que saliera la frase, la cerró. Se le cruzaron demasiadas imágenes: una sala de audiencias, voces elevadas, el borde de un pozo que nunca llegó a ver pero que sentía debajo; y, del otro lado, manos que la empujaban de regreso a un apellido que no quería ni oír, Visconti. La palabra se le atascó como una espina.

—No hace falta —dijo al fin—. Se me pasará cuando descanse. Pero ahora no puedo.

—Negarlo no va a borrar la duda —respondió Elaine, sin dureza—. Si no es esto, mejor saberlo. Si lo es, también.

Catalina dejó el paquete sobre la mesa como si pesara. Se dio cuenta de que estaba conteniendo el aire y soltó una exhalación lenta.

—No tengo cabeza para esto hoy.

—Precisamente por eso —dijo Elaine.

No hubo sermón. No hubo reprimenda. Solo una mano gentil en la espalda de Catalina, llevándola con firmeza hasta la puerta del baño junto al estudio. Catalina entró sin mirar atrás. Cerró el pestillo.

Se quedó un segundo con la frente apoyada en la madera. El baño era un refugio precario. Abrió la caja, leyó las instrucciones con atención infrecuente, como si estudiar esos pasos le otorgara control. Se lavó las manos. El mareo se había vuelto un rumor en la base del cráneo. Pensó en el pastillero de la mañana, en la casilla llena, en la vez que cambió de huso horario y decidió que tomar la píldora “apenas despertara” sería suficiente. Pensó en los días en Roma, en la rutina de entonces, en el cuerpo sin la protección que le otorgaba el fármaco .Y ahora esto.

Se sentó, cumplió el procedimiento, dejó la varilla sobre el borde del lavabo. Miró el temporizador del teléfono, como si los minutos se arrastraran como un caracol. No supo en qué momento apoyó las manos en el mármol para no temblar. No era miedo a un niño. Era miedo al sistema que podía convertir cualquier suceso de su vida en un argumento en su contra. Si el resultado era positivo, Harlan tendría otra herramienta para hundirlos; la usaría en su contra, la usaría para decir que todo había sido una farsa desde el principio, que Logan jugaba en dos tableros, que ella se había colgado de un hombre con demasiados secretos. Si era negativo, la amenaza de Roma se mantenía intacta. Volver, ponerse una túnica que pesaba más que una armadura, asentir en un altar que no era de ella, sentir la respiración de Luca demasiado cerca. No lo veía, pero lo sentía en ese lugar como un ente flotando encima, por detrás de au cabeza, respirando en su cuello.




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