Fuego y sangre

Bienvenido señor Rowe

El murmullo habitual del lobby se quebró de golpe. No fue por un anuncio en los altavoces ni por un imprevisto de seguridad. Fue porque, en lo alto de la escalera que descendía hacia la recepción, apareció Katarina Sharp.

Los pasos de ella no eran rápidos ni lentos, simplemente medidos, firmes, cada uno reclamando el suelo como propio. El aire cambió de peso. Los empleados, los visitantes, los guardias de seguridad: todos detuvieron lo que estaban haciendo, como si temieran que hasta un pestañeo los hiciera perder el instante.

Jonathan Rowe levantó la vista y la vio.

Por un instante pensó que Malena lo había engañado, que se había cambiado de ropa y había bajado antes que él, convertida en otra versión de sí misma. Pero no. El parecido era perfecto, sí, imposible de ignorar, pero esa mujer era otra cosa.

El cabello, recogido con cuidado, no dejaba nada al azar. El vestido oscuro, sin adornos, parecía diseñado para que nadie pudiera apartar la mirada de ella. Había en Kat un aplomo que quemaba. La postura, recta, no ofrecía resquicios. El modo en que el silencio se imponía a su alrededor no era casualidad, era dominio.

Rowe, que tantas veces había tratado con magnates, políticos, tiburones de los negocios, se quedó quieto, incapaz de articular palabra.

"Dioses… ¿qué es esto?" pensó.

"Es Malena… y no lo es. Es el mismo rostro, la misma mirada, pero llevada al extremo. Donde Malena es ternura, ella es filo. Donde Malena es duda, ella es certeza. ¿Cómo es posible que existan dos mitades tan idénticas y al mismo tiempo tan opuestas?"

Sintió la garganta seca. Miles de preguntas se agolparon en su cabeza:

—¿Por qué nunca me lo dijo?

—¿Por qué ocultar algo así?

—¿Qué significa para mí, para mi empresa, para Malena misma?

Pero nada de eso salió de sus labios. Solo se quedó inmóvil, tragando saliva, viendo cómo ella se acercaba, cada paso como un golpe que hacía vibrar el mármol bajo sus pies.

Catalina lo miró directamente, sin rodeos. Y en ese instante, Rowe supo que todas las respuestas que buscaba se volverían más difíciles de conseguir.

Catalina no se detuvo a mitad del pasillo. Llegó hasta Jonathan Rowe y, con la serenidad de quien domina el terreno, le extendió la mano en un gesto firme pero cordial.

—Bienvenido, señor Rowe. —Su voz sonó clara, sin titubeos—. Malena ya ha hablado con nosotros. Nos ha puesto al tanto del rumor que se corre, el mismo que los trajo con urgencia a Canadá.

Jonathan parpadeó, aún procesando la presencia de esa mujer idéntica a su esposa pero con un porte que la hacía completamente distinta. Le tomó la mano con un apretón breve, algo rígido, incapaz de ocultar su desconcierto.

Catalina sostuvo la mirada un instante y prosiguió, con la calma diplomática de alguien que no dejaba nada librado al azar.

—Espero que suba con nosotros. Será mejor conversar esto en un espacio privado. Y quiero que tenga algo claro antes de hacerlo: este no es un terreno hostil. Puede estar seguro de que lo que buscamos es lo mismo que usted… lo mejor para la empresa de la que forma parte.

El silencio alrededor se volvió casi solemne. Los empleados seguían observando de reojo, incapaces de ignorar la escena, aunque lo disimulaban con torpeza. Rowe asintió, aún sin palabras, consciente de que estaba frente a una fuerza que no podía medir con los parámetros habituales de los negocios.

Catalina le hizo un leve gesto con la mano, invitándolo a acompañarlos hacia el piso superior. Todo en su postura era control, pero debajo de esa máscara había una decisión inamovible: enfrentarse a la jugada de Harlan con la misma contundencia con que lo haría en Roma.

El sofá gris parecía demasiado estrecho para dos, y sin embargo Logan y Malena estaban sentados tan juntos que Jonathan, al entrar, lo sentiría como una provocación. Logan le mostraba en su teléfono algunas imágenes de sus años como guardia: desfiles, formaciones, escenas del Atrium. Malena observaba con una sonrisa tímida, inclinada hacia él.

—Mi madre, Isabella, también fue vestal —dijo con voz suave, casi como si se lo confesara a sí misma—. Y mi padre, Sebastián, era guardia. Fue allí donde se enamoraron.

Logan asintió, sin extrañarse. Esa historia la conocían todos en Roma: el intento de fuga, la sentencia de Isabella de ser enterrada viva, el giro inesperado cuando Alessia —la que hoy reinaba como Maxima Vestae— intercedió para salvarla. Y después, la huida de Sebastián, el exilio, el regreso obligado tras la muerte de Isabella para llevarse consigo a Malena. No había misterio. Solo la voz de Malena poniéndole emoción propia a lo que, para la mayoría, era ya una leyenda.

Ella lo miró con un atisbo de ternura.

—Te pareces un poco a él… a Sebastián. Sobre todo en la forma de mirar.

Logan se limitó a inclinar la cabeza, sin negar ni confirmar. Era un comentario íntimo, demasiado personal, pero no desconocido.

Malena bajó la vista hacia sus manos y continuó.

—Hubiera querido ocupar el lugar de mi hermana en el Atrium Vestae. Aunque fuera imposible. Mi salud, mis ojos… siempre me lo impidieron. Pero lo hubiera deseado. Así, al menos, no habría pasado tantas necesidades.

Fue en ese momento cuando la puerta del despacho se abrió. Catalina entró, seguida de Jonathan Rowe.

La tensión cortó el aire. Rowe se quedó clavado en el umbral, con los músculos tensos bajo el traje impecable. El cuadro frente a él le resultaba insoportable: Malena sentada demasiado cerca de Logan, inclinada hacia él, con la atención fija en la pantalla del teléfono. El murmullo de su voz suave, casi divertida, contrastaba con la compostura fría que siempre mostraba junto a él.

La mandíbula de Jonathan se endureció. Sintió el impulso inmediato, casi animal, de cruzar el despacho y arrancar a Malena de ese sofá, de apartarla de Sharp con un gesto violento. Hubiera querido cerrarle el puño en la cara a cualquiera que respirara tan cerca de ella, y Logan lo hacía, lo hacía con una calma que lo irritaba aún más.




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