Fuego y sangre

Dulce y letal

La casa de Logan estaba silenciosa cuando Katarina abrió la puerta y los dejó entrar. El vestíbulo, de líneas sencillas y tonos claros, respiraba una calma engañosa. Jonathan Rowe y Malena cruzaron el umbral con paso medido, como si cada detalle del espacio —el brillo del piso encerado, las lámparas de luz cálida, las fotos familiares enmarcadas en la pared— revelara algo sobre quién dominaba allí.

Katarina los condujo sin demasiadas palabras hacia la habitación de huéspedes. Abrió la puerta y se apartó para dejarlos pasar. Jonathan y Malena se detuvieron en seco al ver la cama matrimonial que ocupaba casi todo el cuarto. La colcha impecablemente tendida, los cojines alineados con precisión, daban la sensación de un orden pensado, pero lo que capturó la atención de ambos fue la evidencia: una sola cama.

Malena bajó la mirada de inmediato, incómoda, como si el mobiliario la hubiera expuesto de golpe. Jonathan, en cambio, frunció apenas el ceño. No hizo comentario alguno, pero sus ojos se posaron en la cama con un gesto que revelaba más de lo que sus labios callaban. Para él, esa incomodidad se transformaba en control: nadie más que él compartiría ese espacio con Malena. Nadie.

Katarina los observó en silencio, percibiendo la tensión en los gestos. Y en ese instante, la imagen la arrastró hacia otro tiempo, hacia un recuerdo que le atravesó la memoria con la fuerza de lo inevitable.

Había sido en Roma, ocho años atrás, después del atentado en el Coliseo. Ella aún vestía los hábitos de una vestal, y Logan era apenas un custodio que había jurado protegerla incluso más allá de sus órdenes. Aquella noche, Elaine los había escondido en su hotel, junto a Pietro y Aelia.

Catalina recordaba el silencio cargado de sirenas lejanas, el olor del café tibio que Elaine había servido para disimular la tensión, la manta gris bajo la cual se acurrucó con Aelia en el living. Pero lo que volvió con más nitidez fue la escena en la habitación: la única cama disponible, y ella, recostada junto a Logan sin tener elección. Pietro y Aelia habían ocupado el sofá, Elaine había permanecido despierta, vigilando las noticias en la televisión. Todo parecía un arreglo inocente.

Hasta que despertó con la cabeza apoyada en su pecho, la respiración acompasada contra su piel, y el brazo de él rodeándola con instinto protector. Fue un gesto reflejo, humano, nacido del agotamiento y el caos. Nada más. Pero lo recordaba con una claridad dolorosa: el calor, la seguridad, la certeza de que en medio del derrumbe había alguien que no la soltaría.

El presente la devolvió al umbral de la habitación de huéspedes. Allí estaban Malena y Rowe, mirándose de reojo frente a la única cama, incómodos como adolescentes obligados a compartir espacio, aunque eran adultos hechos y derechos. La ironía del destino no pasó inadvertida para Katarina: entonces ella había despertado abrazada a Logan sin siquiera poder nombrarlo en voz alta; ahora, su hermana y Rowe se encontraban frente al mismo símbolo, una cama que los obligaba a definirse en silencio.

Malena se apartó de la mirada de Jonathan, torciendo las manos sobre el bolso. Jonathan no dijo nada, pero la forma en que clavaba los ojos en la cama lo delataba: posesivo, rígido, con esa necesidad de marcar territorio que lo acompañaba a todas partes. En cualquier otro lugar, habría impuesto su voluntad sin sutilezas. Aquí, en la casa de Logan y Kat, se contuvo.

Catalina dio un paso atrás y dejó que cruzaran el umbral de la habitación. Jonathan entró primero, con esa rigidez en los hombros que lo hacía parecer más alto de lo que era. Malena lo siguió con movimientos pequeños, como si no quisiera alterar la escena.

El estudio estaba en penumbra, iluminado solo por la lámpara de escritorio encendida. Logan aguardaba de pie, las manos apoyadas en el respaldo de su silla, la tensión en los hombros como un resorte contenido. Apenas escuchó la puerta abrirse, se volvió.

Katarina entró en silencio. Logan no esperó a que dijera nada: la rodeó con un abrazo fuerte, envolvente, como si quisiera anclarla contra su propio cuerpo.

—Suéltame… —rió ella, con un dejo de incredulidad—. Vas a romperme las costillas.

—No pienso soltarte nunca —murmuró él contra su cabello, sin aflojar el abrazo.

Katarina suspiró, divertida y resignada a la vez. Cuando por fin se apartó, lo miró con los ojos brillantes por un instante de ternura.

—¿Y los tortolitos? —preguntó Logan, con una media sonrisa afilada—. ¿Ya se instalaron?

—Eso tomará tiempo —respondió Katarina, ladeando la cabeza—. Mucho tiempo.

Logan arqueó una ceja, curioso.

—¿Qué pasó?

Katarina apoyó la espalda contra el escritorio, cruzando los brazos. Lo miró con calma, pero en su voz había un matiz de ironía.

—Los dejé en la habitación de huéspedes. Una cama matrimonial. —Hizo una pausa, evaluando su reacción—. Malena bajó la mirada como si el piso fuera a tragarla. Y Rowe… —su gesto se endureció—, la miraba como si necesitara marcar territorio. La posesión en sus ojos era tan evidente que me dio lástima y asco al mismo tiempo.

Logan frunció apenas el ceño.

—No me sorprende.

Katarina lo observó unos segundos antes de continuar.

—Me recordó a otra época. Cuando yo misma terminé compartiendo cama contigo en Roma, después del atentado. La diferencia es que nosotros no teníamos elección. Fue inocente. Y, sin embargo, ese recuerdo sigue ahí… —desvió la mirada, como si le pesara reconocerlo—. En cambio ellos, hoy, parecían dos adolescentes atrapados en un escenario que no saben cómo manejar.

Logan inclinó la cabeza hacia ella, el filo en su sonrisa reapareciendo.

—Y tú lo viste todo.

—Lo suficiente —admitió Kat—. Y sé que esa tensión no va a desaparecer pronto.

Logan dejó escapar una risa breve, casi un resoplido.

—Yo creo que esa tensión desaparecerá pronto —dijo con calma peligrosa—. Y me encargaré personalmente de que así sea.




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