Fuego y sangre

Como una vestal

Malena avanzó detrás de Kat con pasos suaves, midiendo cada respiración, como si temiera molestar. Había algo reverente en sus movimientos, un pudor antiguo.

Katarina abrió el dormitorio sin mirar atrás. Todo dentro olía a madera encerada y a perfumes caros; sobre la cómoda, frascos alineados como una pequeña exhibición de vidrio. Fue directo al armario, subió la mano al estante alto y deslizó de allí una bolsa de tela blanca. La depositó sobre la cama y desató el cordón con calma, una calma que ella misma se imponía para no decir nada antes de tiempo.

De la bolsa emergió la túnica. Blanca, de tela suave, con un bordado dorado que seguía la curva del borde en motivos de llama. No era un brillo estridente, el hilo aparecía y desaparecía con la luz, como un fuego vivo, que respira.

—Recuerdo lo que dijiste en mi despacho —dijo Katarina mientras extendía la prenda sobre la colcha—. Que hubieras querido ser vestal.

Malena quedó inmóvil al pie de la cama. No tocó la tela al principio; la miró. Había una mezcla de deseo y culpa en ese acto, algo entre la devoción y la nostalgia. Cuando al fin acercó los dedos, los posó en el borde del bordado y lo siguió con una caricia lenta, como si temiera deshacerlo.

—Es hermosa —murmuró—. Pero no creo que me quede bien.

—No lo sabrás hasta probarla —respondió Katarina sin dureza.

Malena asintió. Tomó la túnica con cuidado y se perdió en el baño. Cerró la puerta; del otro lado, el roce de tela contra piel, el rumor del agua apenas abierta para humedecer las manos, se oyó el sonido leve de un gancho que cayó dentro del lavamanos. Katarina se quedó de pie, de brazos cruzados, mirando la cama vacía. Se le instaló una pesadez en el pecho. Respiró por la nariz y dejó que pasara. No estaba nerviosa, se dijo. Solo alerta.

La puerta del baño se abrió y Malena salió. La túnica le caía como una hermosa catarata, limpia, sin peso. El blanco hacía más nítido el contorno de su cuerpo, y el dorado, a ras de la luz del cuarto, parecía bordarle un límite nuevo. Bajó la vista, casi disculpándose por vestir dentro de esa tela.

Katarina se acercó sin palabras. Tomó el cinturón dorado que aguardaba sobre la colcha y lo rodeó a la altura de la cintura. Al ajustarlo, sus dedos rozaron la tela y, debajo, el temblor leve del abdomen de Malena. El nudo de Hércules quedó firme, simétrico, exacto. Tomó luego unas sandalias de tiras finas.

—Te van a quedar bien —dijo, tendiéndoselas.

Malena se sentó en el borde de la cama para calzarlas. La túnica se abrió apenas sobre las rodillas; ella la sostuvo con una mano mientras con la otra aseguraba las hebillas. Cuando se puso de pie otra vez, ya no era la misma. O no del todo.

Katarina dio un paso alrededor, evaluando. En su mirada había oficio, pero también memoria.

—Esta stolla me la regalaron para un evento. Nunca la usé —comentó, ajustando un pliegue cerca del hombro—. Ese día elegí algo más sencillo.

Tocó el borde del escote para ordenar la caída y dejó ahí los dedos un segundo más de lo necesario.

—No tendrás vitta —añadió—. Es símbolo de pureza. Imagino que ya no te corresponde.

El rubor subió de golpe a las mejillas de Malena. Bajó los ojos. No hubo escándalo en su silencio; solo una pena pequeña, reconocible.

—No te preocupes —dijo Katarina, sin apartarse—. A mí tampoco me correspondería. Porque mi sangre ya fue derramada. En el Senado. Y el hombre que lo hizo fue ejecutado. La vitta está vedada para mí. Ahora pertenece a la exhibición de un museo de Roma.

La habitación se aquietó. No fue un gesto solemne, no fue un luto, fue aceptación. Malena afirmó con un leve movimiento de cabeza, como si acabara de comprender que esa prenda no era un disfraz. Era un símbolo.

Katarina se colocó detrás de ella y la llevó frente al espejo. Sus manos, sobre los hombros de Malena, la anclaron. En el reflejo, dos rostros iguales y vidas distintas aparecieron como si el cristal las reuniera a la fuerza.

—Mírate —pidió Katarina.

Malena obedeció. Respiró más hondo, como quien se prepara. En sus ojos se acumuló un brillo que no alcanzó a derramarse. Se le movieron los labios y no dijo nada.

—Puedes decirlo —dijo Katarina.

—Nunca me vi así —susurró Malena—. Me gusta. Y me asusta.

—Las dos cosas pueden convivir —respondió Katarina—. No es fácil la primera vez que te visten.

Malena volvió a mirar el bordado, como si en ese fuego dibujado pudiera leer algo. Una plegaria, un recuerdo que no era suyo, una promesa. Levantó la mano y tocó el cinturón en el nudo.

—¿Te parece… apropiado que la use?

—Sí —dijo Katarina, sin dudas—. Para la fiesta, sí.

Malena asintió. La decisión le cambió la postura. No fue magia ni revelación, fue apenas un grado más de altura en la espalda.

—Voy a recogerte el cabello —añadió Katarina—. Te va mejor.

Malena sonrió con timidez.

—Recuerdo cuando éramos niñas y mamá nos trenzaba. Tú protestabas, yo me quedaba quieta porque ella era una experta en trenzas.

La mirada de Katarina se endureció un milímetro. No subió la voz.

—Si de verdad quieres que esto funcione —dijo, midiendo cada palabra—, no hables de Isabella ni de Sebastián delante de mí.

La frase no fue un golpe, pero abrió una grieta. Malena bajó la cabeza de inmediato.

—Perdón.

Katarina inspiró. La pausa fue breve, necesaria.

—Ven —dijo, más suave—. Siéntate.

Malena se sentó en el banquito frente al tocador. Katarina separó el cabello con los dedos, lo peinó con paciencia y lo recogió en un peinado simple pero sofisticado. Las manos se movían con oficio; en cada gesto había restos de rituales aprendidos para otras tareas, otra vida. Cuando aseguró el cabello con una cinta delgada, Malena tocó el extremo con la yema.

—Gracias.

—Gírate —pidió Katarina.

La observó de nuevo. El conjunto tenía sentido. La túnica, el peinado, el cinturón. No era simple imitación, era una copia de ella misma. En Malena podía ver de nuevo a Catalina, la hija de Roma... la vestal.




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