Fuera de plano: El manual de errores de una perfeccionista

CAPITULO I

Despierto temprano. Fingir que sigo dormida se ha vuelto una estrategia inútil; mi cuerpo ya decidió por mí.

Tomo el teléfono y camino hasta el baño casi a regañadientes. El piso está frío, el invierno parece haberse instalado con especial empeño en este departamento. La ducha empieza helada y, unos segundos después, llega a ese punto exacto que no despierta a golpes ni anestesia.

Mientras me lavo el cabello, el pensamiento aparece sin aviso:

Treinta y cuatro.

—En ocho días… —murmuro.

Y entonces lo digo en voz alta, como si así fuera más real:

—Dios mío, ya son 34.

No me quedo ahí. No hoy. La alarma corta cualquier intento de dramatismo. El día ya empezó, quiera o no.

Mi rutina de skincare es básica. Siempre lo ha sido. Corregir, emparejar, nada más. No quiero quedar como la última losa de mármol que usé en la cocina de los Kaufmann, ese excéntrico matrimonio alemán.

—Debo apresurarme —me digo.

Pongo en marcha la cafetera y me visto. Elijo el suéter gris claro de cashmere que me regaló Olivia en Navidad. No lo había usado porque, siendo sincera, me recordó a algo que vestiría una abuelita elegante. Pero queda bien. Combina perfecta con mi pantalón sastrero azul. La ropa holgada siempre me ha dado una sensación de libertad que no siempre encuentro. Un cinturón para marcar la cintura y listo.

El olor a café invade el departamento. Ningún día empieza sin una taza. Me sirvo una, cubro una tostada con la poca mermelada que queda y reviso la hora: 8:06 a. m. Aún puedo tomar el carril rápido antes de que el tráfico convierta el trayecto en una tortura.

Devoro el desayuno improvisado, vuelvo al baño para los últimos retoques y aplico un labial rosa, casi del tono natural de mis labios. Reviso el bolso por costumbre. Todo está donde debe estar.

8:15.

Justo a tiempo. Por ahora.

Llevo diez años en la misma firma. El tiempo suficiente como para no sentirme nueva, pero tampoco prescindible. El tiempo aquí se ha sentido como toda una vida, y los miembros del equipo como una especie de familia funcional… a veces demasiado disfuncional.

Con los años he desarrollado una marca personal: la distribución estratégica de la luz. Mis compañeros lo llaman los ojos de Harper, como si el diseño cobrara vida cuando yo intervengo. En realidad, es pura lógica, pero prefieren romantizarlo.

No lo niego: cuando un proyecto se materializa y sé que fui parte de él, se siente increíble. Con orgullo he llegado al puesto de Arquitecta de Proyectos.

El trayecto es fluido. Enciendo la radio.

—Temperaturas bajo cero y ráfagas que no darán tregua —dice una voz masculina desde EBC Radio 97.4.

—Perfecto… yo que quería sentir mis dedos hoy —murmuro.

—El invierno está en uno de sus días más toscos.

—Tosco es poco. Esto es agresión climática.

—Las calles podrían presentar hielo en zonas sombreadas.

—Ideal para un resbalón digno de espectáculo —suspiro—, si es que hoy me toca encontrar al amor de mi vida.

Me detengo un segundo.

Aunque, siendo honesta, con que hoy no sea idéntico al de ayer, me conformo.

Apago la radio. Ya llegué.

—Bueno… Eastborough nunca decepciona.

Estaciono junto al auto de Olivia Harding, mi colega y amiga. Es la mejor mancuerna laboral que he tenido: brillante, meticulosa y precisa como uno de esos robots de última generación capaces de operarte sin dejar una gota de sangre. Cuando reviso un plano con ella, encuentra errores que yo ni sabía que podían existir.

Es mi persona favorita en la oficina… aunque jamás se lo admitiría de frente.

Cruzo el estacionamiento del Fairmont Tower y busco mi credencial. Por un segundo creo haberla olvidado, pero aparece en un bolsillo interno. Respiro con alivio. Piso 13. NH Architecture.

—Buenos días, Harper —me saluda Sophie Bennett desde recepción.

Sophie es un rayo de luz en un entorno de acero y vidrio. Una contradicción encantadora.

—Buenos días, Sophie.

Me entrega un pequeño paquete envuelto en papel manila azul.

ENDULZA TU DÍA. Lo estás haciendo genial.

Me quedo en silencio un instante.

—El señor Barret está de mal humor hoy —añade—. Quizás quieras evitar la sala de conferencias.

Levanto el paquetito con sarcasmo.

—Entonces sí me hará falta.

No avanzo mucho antes de escucharlo.

—Collins.

No levanta la voz. No lo necesita.

Barret me observa de arriba abajo.

—¿Revisaste el informe técnico?

—Sí. Te lo envié con un detalle de la revisión.

—Revísalo otra vez. Página tres. Los porcentajes de carga lumínica no me convencen.




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