Vivo en uno de los barrios antiguos de Eastborough, de esos que sobreviven más por terquedad que por modernización. Calles angostas, edificios de ladrillo oscuro, ventanas altas que parecen mirar hacia adentro.
North Briar District lo llaman ahora, aunque nadie que haya vivido aquí el tiempo suficiente usa ese nombre sin ironía. Supongo que sigo aquí por la misma razón: no me gusta que me empujen a irme de los lugares antes de que yo decida hacerlo.
Llegué poco después de dejar el suburbio donde crecí, ese lugar tranquilo donde la naturaleza se mezclaba con los patios y las zonas verdes superaban a las murallas de concreto. Pensé que este departamento sería transitorio. Como casi todo en mi vida adulta, se quedó más tiempo del previsto.
El intercomunicador suena una sola vez.
—Harper Elaine Collins —dice la voz de Olivia—. Ten piedad de mí. Abre antes de que pierda la sensibilidad en los dedos.
Pulso el botón y vuelvo a mi habitación para ajustar los últimos detalles. Mi ropa no está producida, pero es cómoda. Justo lo que necesito esta noche.
Cuando el ascensor finalmente sube, Olivia aparece impecable, sacudiéndose el frío del abrigo con una soltura que me resulta ofensiva. Me observa. Hace una pausa.
—No.
—¿No qué?
—¿Pretendes ir así? Es una cata de vino, no un café en la oficina.
—No pienso cambiarme.
—Además, hace frío —añado.
—Eso no es excusa.
Entra sin pedir permiso. No exagera: ajusta. Un poco más de luz, algo de definición. Lo justo para que, según ella, mi cara deje de verse como si estuviera pidiendo disculpas por existir.
—Ondas —dice, tomando mi cabello.
—No las necesito.
—Las mereces.
Luego el clóset. Saca un abrigo gris largo, una blusa beige y un pantalón negro. Encuentra unas botas de plataforma que compré para un evento y nunca usé, y un bolso de mano que había olvidado por completo.
Veinte minutos después, frente al espejo, debo admitir que me veo mejor. No distinta. Mejor. Lo suficiente como para no pensar en ello durante un par de horas.
—Et voilà —dice—. Una versión tuya que puede aceptar una invitación sin sentirse culpable.
Pedimos un taxi hacia 142 West Alder Street, en el centro de Eastborough. La noche está especialmente fría. Las calles brillan húmedas, los semáforos parecen más lejanos de lo habitual.
Dentro del auto, el silencio se vuelve cómodo.
—Una copa —me recuerda Olivia—. Pero con elegancia.
Al llegar, el restaurante es discreto, con una apariencia cálida, casi escondida. EMBER & ROOT. Un lugar que no intenta llamar la atención y, aun así, lo consigue.
Adentro, el contraste es inmediato. Madera oscura, luz baja, voces contenidas. El tipo de lugar donde nadie habla fuerte porque no hace falta. Como si los problemas supieran que aquí adentro no tienen permiso para entrar.
Olivia se adelanta a la barra.
—Hola, ¿tienen dónde dejar los abrigos?
El hombre que sirve una copa levanta la vista. Camisa negra, mangas arremangadas, delantal de cuero café. Movimiento tranquilo. Nada impostado.
—Sí, claro.
Termina de servir el vino y recibe nuestros abrigos con naturalidad.
—Venimos por la cata —dice Olivia.
—Perfecto. Están a tiempo.
Aun así, tengo la sensación absurda de haber llegado tarde a algo importante.
Nos guía a una mesa cercana a la barra y nos comenta sobre las seis variedades que ofrecerán esta noche. Nos deja unos minutos y vuelve con la primera copa.
—Empiecen con esto. Es más amable.
—¿Amable? —pregunta Olivia.
—No invade. Solo acompaña.
Asiento, aunque no tengo idea de cómo un vino puede hacer eso. Me limito a creerle. Peor sería discutirle.
Cuando sirve la copa, se detiene apenas un segundo más de lo necesario. No es coquetería. Es atención.
—Si no les gusta, no pasa nada —dice—. No todos los vinos tienen que caernos bien.
—Eso es reconfortante —respondo—. Ojalá más cosas funcionaran así.
Sonríe apenas, como si entendiera exactamente a qué me refiero, pero no dice nada.
Pruebo el vino.
—Tiene razón —digo—. No intenta convencerte de nada.
—Pinot Noir.
Asiento. Olivia observa la copa con desconfianza.
—Suena más interesante de lo que se ve.
—Sinceramente, sí.
—Las mejores cosas no siempre se ven —comenta—. Se sienten.
La conversación fluye sin esfuerzo. Nos deja un pequeño cuaderno para anotar impresiones. Llegan los aperitivos: quesos, frutos secos, tostadas, higos, uvas.
—Creo que les tengo una mejor propuesta —dice—. Un Merlot.
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Editado: 29.12.2025