Fuera de plano: El manual de errores de una perfeccionista

CAPITULO III

Salimos del restaurante y el frío de la noche nos devuelve a la realidad con una bofetada suave pero firme.

Entramos al auto antes de que el viento nos congele. El conductor nos recibe con una sonrisa breve. Durante el trayecto, Olivia se recuesta contra el respaldo y deja que el mundo siga sin ella. Le paso mi abrigo.

Su edificio queda en un barrio residencial de clase media, ordenado, sin pretensiones. Subimos los escalones de la fachada rojiza y entramos al hall cálido.

Al llegar al departamento de Olivia, ella cruza directo a su habitación.

—Al fin, me estaban matando los pies —la oigo decir.

Me dejo caer en el sofá. El vino empieza a cobrar su precio en forma de cansancio. Solo pienso en mi cama.

Vuelve con unas pantuflas de gatitos, completamente opuestas a su estilo.

—¿Agua?

—Sí, por favor.

Sirve dos vasos. Bebe. Suspira.

—¿Has visto mi bolso?

La observo. Espero. Trago saliva.

—Olivia…

Busca en el sillón, en la habitación, en la encimera de la cocina.

—Lo dejé en el restaurante— dice con resignación

—¿Segura? —Pregunto.

—Sí— responde Olivia, sin mayor esfuerzo

—¿Volvemos?

—A esta hora ya está cerrado. Tendrá que ser mañana.

Asiente.

—Por ahora descansemos. Seguro está ahí.

Y en ese “mañana” hay algo que se mueve, apenas, como una posibilidad que no me atrevo a nombrar.

—Eres una buena persona —dice.

No respondo. Serlo nunca ha sido una ventaja clara.
—Soy una persona meno ebria que tú, eso lo tengo por seguro—

Me levanto.

—Debo irme, si me quedo más rato acá, probablemente quede dormida en tu sofá de diseñador—añado

—Ni se te ocurra, Collins.

Sonrío y pido el auto de regreso a casa.

Al salir, el taxi ya está esperando. Me abrigo hasta el cuello. El aire nocturno no invita a quedarse.

Durante el trayecto, la noche vuelve en fragmentos: la risa de Olivia, el calor del lugar, el vino. Esa sensación breve —casi peligrosa— de permitir que las cosas sucedieran sin medirlas.

Al llegar a casa, dejo las llaves donde caen. No enciendo la luz.

Esta vez no me resisto.

Me dejo caer en la cama y dejo que el silencio haga lo suyo.

El sábado llegó sin pedir permiso.

Me incorporé despacio, todavía vestida con la ropa de anoche —una terrible decisión de pijama—. El vino había sido más eficaz que cualquier ansiolítico.

El teléfono vibró bajo la almohada: 12:17 p. m. Tenía ocho mensajes de Olivia, cuatro de mamá y una llamada perdida. Demasiadas notificaciones para un sábado que prometía no exigir nada de mí.

El teléfono vuelve a vibrar.

Llamada entrante.

—¡Harper! —la voz de Olivia irrumpió apenas atendí—. Estoy en camino. Toca misión de recuperación. Adiós a mi Manolo Cavalli si no movemos el trasero.

—Dame veinte minutos —respondí—.Mi dignidad está en estado crítico.

Me duché rápido y me vestí con lo primero que encontré: ropa cómoda y neutra. Salir hoy era un trámite, no un plan.

Abajo, Olivia ya me esperaba en el auto con demasiada energía para alguien que claramente había dormido poco. El trayecto hasta el centro fue corto. La ciudad avanzaba con esa calma de sábado: cafés abiertos, gente que camina sin prisa, como si el tiempo estuviera dispuesto a hacer concesiones.

Ember & Root parecía cerrado. A través de los ventanales vimos movimiento de trabajadores y preparativos.

De día, el restaurante no pierde su encanto. Solo cambia de tono.

Entramos. No hay música ni murmullos. Solo sonidos de trabajo: pasos, metal, voces bajas. Un taladro interrumpe mi observación. Una chica pasa frente a nosotras y pregunta, sin detenerse, si necesitamos algo. Olivia la sigue.

—Buenos días —dice—. Ayer dejé mi bolso aquí. Es pequeño… un Manolo Cavalli.

La chica nos mira con desconcierto.

—Un momento, por favor.

Vuelve segundos después acompañada de Nathan.

No lleva delantal ni uniforme. Su ropa es sencilla, cómoda. Conserva el mismo movimiento tranquilo. Nos reconoce de inmediato, y eso me toma por sorpresa.

—Sí —dice, dejando el taladro sobre la barra—. Lo guardamos en la oficina. Pensé en llamarlas, pero…

Se detiene.

—No tenía sus datos.

O eso fue lo que me digo a mí misma.

—¿Viste? —susurra Olivia—. Profesional. Eso me gusta.

Mi mirada se pierde en detalles que anoche no vi: la barra, el techo, las lámparas. Como si necesitara comprobar que el lugar seguía siendo real.




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