Fuera de plano: El manual de errores de una perfeccionista

CAPITULO IV

Nathan vuelve a la barra y retoma el taladro. El sonido le resulta familiar, constante. Ordenado. El tipo de ruido que no exige nada más que precisión.

Lo que no encaja es el silencio que quedó después de que se fueron.

No suele registrar a los clientes una vez que cruzan la puerta. Hoy, sin embargo, se sorprende mirando el reflejo del ventanal.

No espera verlas. Solo confirmar que ya no están.

Ajusta la broca. Sigue.

No piensa en ella. O eso se dice.

El ritmo del lugar cambió apenas cruzaron la puerta, como cuando una nota se sostiene un segundo más de lo esperado. Nada grave. Nada evidente. Pero suficiente como para notarlo.

Suspira y vuelve a concentrarse. El taladro vibra, el metal responde. Todo está donde debería estar.

Y aun así, algo en el aire le dice que no todos los cambios son visibles desde su lado de la barra.

En el auto de Olivia, el silencio era cómodo hasta que ella decidió arruinarlo.

—Parecías muy concentrada hablando con el mesero —soltó, sin quitar la vista de la carretera.

—Solo hablábamos del restaurante, Liv. No empieces.

—Claro —rió—. Y yo soy monja.

Subo el volumen de la radio y miro por la ventana. Estrategia básica de supervivencia.

—No entiendo por qué te incomoda tanto —continúa—. Fue agradable. Educado. Atractivo en ese sentido sobrio que tú siempre finges no notar.

—No finjo —respondo—. Ignoro selectivamente.

—Ajá.

El auto avanza y la ciudad parece moverse más lento, como si el sábado hubiera decidido dar tregua.

—Por cierto —dice, de pronto—, se acerca tu cumpleaños.

—Lo sé.

—Y sé que para ti es un día cualquiera, pero se me ocurrió algo radical: celebrarlo.

—Anoche estabas preocupada por sobrevivir sin tus zapatos —respondo—. No sabía que también habías planeado mi futuro.

Olivia baja un poco el volumen de la radio.

—Anoche me dio la sensación de que necesitabas un cambio —dice, con ese tono que usa cuando cree que está siendo sutil—. No lo tomes a mal… pero un corte de cabello no te vendría mal.

Toco mi pelo, divertida y un poco a la defensiva.

—¿Un corte de cabello?

—Un refresh —corrige—. Tu cabellera oscura es preciosa, pero podría tener más intención.

—Mi cabello tiene exactamente la intención que yo quiero que tenga: existir.

—Solo digo —añade— que anoche, mientras te cambiaba el look, confirmé algo. Un pequeño cambio y se te iluminó la cara.

—No me voy a cortar el cabello solo porque Olivia Harding lo sugiera.

—No hoy —dice, sonriendo—. Pero lo pensaste.

No respondo. Porque es verdad.

El silencio vuelve. Extraño, pero cómodo. Sorprendentemente, lo estamos disfrutando.

Olivia se detiene frente a mi edificio. Las escaleras de la entrada están cubiertas por un delgado manto de nieve.

—Gracias otra vez por acompañarme —dice.

—No fue nada.

Bajo del auto y me abrigo mientras el viento frío me golpea el rostro. Subo las escaleras y, antes de entrar, veo el auto de Olivia alejarse.

Y pienso, sin demasiada intención, que fue lindo ver el restaurante de día.

Incluso Nathan se veía distinto. Con mejor luz.

Tal vez tenga razón: casi todo mejora con la luz de día.

El silencio del departamento me recibe de golpe. La cocina todavía conserva el ligero desorden que dejé antes de salir. Suspiro y empiezo a ordenar. Le pido a Alexa que ponga música, no para escucharla, sino para que el silencio no se me acerque tanto.

El teléfono vibra sobre la encimera. Mamá.

—Hola, mamá —digo—. Acabo de ver tus mensajes.

—Solo quería saber cómo estás, cariño.

Me inclino para acomodar un par de tazas.

—No tenía nada planeado para mi cumpleaños —respondo—. Pero almorzar con ustedes suena bien.

—Pensábamos en una torta Sacher —dice—. La que te gusta.

Sonrío.

—Perfecto. Me encantaría.

—Eres mi hormiguita —dice, con ternura—. Le diré a tu papá.

Cuelgo y voy hacia mi habitación. De camino, veo mi bolso sobre el sofá. Lo reviso. Todo está ahí.

Excepto algo.

Saco la pequeña libreta que Nathan me dio durante la cata. Logo del restaurante. Nada ostentoso. La abro apenas: vinos, garabatos, palabras sueltas. Gestos que vuelven sin esfuerzo.

La cierro.

No es nada importante, me digo.

Pero no la dejo dentro del bolso.

La dejo sobre la mesa, a la vista, como si fuera algo que podría necesitar más adelante.




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