Llego a casa y, por primera vez, el silencio de mi departamento no se siente como un vacío, sino como una tregua. Es distinto. Como si hubiera soltado un peso que ni siquiera sabía que cargaba.
Pienso en Nathan. En el café. En cómo la "estructura" de mi vida se siente un poco más flexible esta noche. No resuelve mis problemas, pero ha puesto las cosas en su lugar. O, al menos, ha dejado fuera las que no importan.
A la mañana siguiente, la oficina me recibe con su habitual sinfonía de teclados y aire acondicionado.
Me acerco al escritorio de Olivia, lista para contarle lo del café, pero me detengo en seco. Veo su pantalla.
Reservas. Hoteles. Una playa de arena blanca que desaparece en cuanto ella me nota. Cierra las pestañas con una rapidez culpable.
—Buenos días, Harper —dice, forzando una sonrisa de catálogo—. ¿Necesitas los planos de la fase dos?
—¿Te vas de vacaciones? —pregunto, sin rodeos.
Olivia se queda inmóvil. Se encoge de hombros, evitando mi mirada.
—Solo miraba. Ya sabes, fantasías nada mas.
—No parecías una turista confundida, Olivia. Parecías alguien dispuesta a pagar por unas vacaciones.
Ella suspira y se reclina en su silla. Finalmente admite.
—Alex volvió a escribirme. Nos vimos anoche.
El nombre cae entre nosotras como un cristal roto. Alex: la relación intermitente.
—¿Y esta vez qué? —mi voz es más seca de lo que pretendía.
—Dice que quiere intentarlo de nuevo. Que está cansado de la ciudad, que necesitamos aire... unos días fuera, los dos.
Su rostro se ilumina con esa esperanza frágil que siempre termina en desastre.
—¿Y tú qué piensas? —le pregunto.
—Que quizás tiene razón. Todo se volvió monótono, Harper. Estoy agotada. Necesito un respiro.
Guardo silencio. No por prudencia, sino porque ya me sé el guion de memoria.
—Esto ya pasó antes, Liv. Tres veces, si no perdí la cuenta.
—Por Dios, Harper, no empieces...
—Terminan, vuelven, escapan, se estrellan —enumero con los dedos.
—No es cansancio —digo—. Es miedo a soltar algo que ya no funciona.
Olivia baja la mirada.
—Es un buen hombre. Me conoce más que nadie. No quiero perderlo.
Esa frase me golpea. Es la defensa universal de los que temen al abandono.
—¿Perderlo? —arqueo una ceja—. ¿Cómo pierdes a alguien que nunca se queda?
Ella no responde. El silencio es denso.
—Piérdelo, Olivia —le digo, bajando el tono—. Pierde a alguien que no tiene miedo de perderte a ti. Hazlo antes de que te pierdas tú buscándolo.
Me retiro antes de que el silencio se vuelva insoportable. En mi escritorio, el teléfono vibra. Un mensaje de Nathan.
Nathan: Que tengas un lindo día.
Sonrío. Es un reflejo involuntario que me asusta.
Yo: Gracias. Espero que tu también
Horas después, llega otro mensaje.
Nathan: Intenté organizar mi agenda y fracasé antes del mediodía. He decidido que el caos es más honesto.
Suelto una risa breve.
Rachel me mira desde su cubículo con curiosidad, pero me oculto tras el monitor.
El resto del día pasa sin sobresaltos, pero mi mente sigue volviendo a Olivia. Me doy cuenta de que, hace una semana, yo le habría dado un discurso de lógica pura.
Hoy, solo siento una profunda tristeza por ella. Por que se como todo va a terminar.
Miro el teléfono una última vez antes de salir.
No hay mensajes nuevos. Por alguna razón, eso me tranquiliza.
Salgo de la oficina. El estacionamiento está casi vacío, una planicie de asfalto que refleja mi propio agotamiento. Subo al auto. Arranco. A los pocos minutos, el tablero se enciende: revisión pendiente.
No es grave. No es urgente. Pero en mi mundo, una luz roja en el tablero es una falla en el sistema que no puedo ignorar. Me irrita porque el motor suena distinto; un zumbido metálico que en la mañana no estaba. O que decidí ignorar porque no encajaba en mi agenda.
Me detengo en la estación de servicio. El mecánico mira el auto con una rapidez que me desespera.
—Tendría que dejarlo hoy. Si sigue rodando así, lo que hoy es un ajuste, mañana será un motor nuevo.
Acepto. Sin discusiones. Es la primera vez en meses que cedo ante un imprevisto sin pelear.
Camino hasta la parada de autobús. El cielo se oscurece con esa rapidez cruel del invierno.
La ciudad empieza a vaciarse y, por primera vez, no tengo prisa.
El teléfono vibra. No lo miro. No quiero ser la arquitecta Collins por los próximos sesenta minutos.
Me detengo en una esquina y finalmente cedo al teléfono.
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Editado: 29.12.2025