El despertador no tuvo el placer de matarme hoy. Le gané por cinco minutos.
Mala señal. Cuando mi cerebro decide encenderse antes que la tecnología, es porque algo no está en orden. Una alarma silenciosa.
En mi sala veo un auténtico monumento del caos y el desorden, Andrew duerme en el sofá con la boca abierta, sus zapatos, cada uno en diferentes puntos de la sala y un envase de pad thai vacío en el piso junto al sofá. Esquivo una botella de vino vacía y llego a la cocina.
Café. Negro. Sin posibilidad de negociación.
—Buenos días, drama familiar.
Andrew no ha abierto los ojos, pero ya está operando.
—Sigo pensando que el tipo es buena onda, dentro de todo—balbucea desde los cojines—. Incluso cuando sabotea cenas de forma olímpica.
—No buscaba tu opinión —respondo, llenando dos tazas.
—Lástima. Mi opinión es gratuita y hoy tienes la promoción con servicio a domicilio.
Le dejo su taza en la mesa de centro con un golpe seco. Él se incorpora lo justo para mirarme con una sonrisa que le hace intuir que sabe algo que me rehúso admitir.
—Como hermano menor y experto en malas decisiones, te diré algo: el problema no es que sea dueño de un restaurante y te lo haya ocultado. El problema es que te comenzó a gustar antes de admitirlo.
—Claro que no —digo—. Me parece desleal dejar entrar a alguien a tu vida y que decida mentir solo para estar allí.
—La mentira te la creas tú misma, al negar que te agrada el chico—dice Andy.
No digo nada. Solo hay silencio.
Andrew se levanta, victorioso.
—¿Me prestas una toalla? Debo ducharme antes de que me pidas terapia. Avísame si decides odiarlo oficialmente o invitarlo a otra cena. Estoy listo para ambos escenarios.
Da dos pasos y se detiene.
—Por cierto, el mentiroso tiene buen gusto para el vino.
La puerta del baño se cierra. El departamento queda en silencio, pero ya no es liviano.
Me visto en piloto automático. Traje sastre, cara neutra, pelo recogido. La versión de mí que no improvisa.
Antes de salir, saco el celular. Escribo sin editar.
Yo:
Prefiero que, por ahora, mantengamos esto en un terreno más definido. Sin sorpresas ni verdades a medias.
Pulso enviar. El alivio dura tres segundos.
En la oficina trabajo en automático. Mason me observa desde el escritorio de al lado.
—Estás demasiado eficiente, jefa. Da miedo.
—Debo avanzar lo más que pueda —respondo—. Ironclad merece mi completa atención.
Olivia dejó los planos sobre mi escritorio sin decir nada.
—Te faltaba esta versión —dijo.
—Gracias.
Se quedó un segundo más.
—No borres lo que marcaste ayer —añadió—. No estaba mal.
Asentí.
Cuando levanté la vista, ya no estaba.
A las 10:45 el celular vibra.
Nathan:
Entiendo. Cuando quieras hablar, aquí estaré.
Ni una disculpa. Ni una excusa. Nada.
Me irrita. No.
Me tranquiliza. No.
Me irrita que me tranquilice.
Bloqueo la pantalla y la dejo boca abajo.
A la hora del almuerzo, mis pies toman una decisión ejecutiva sin consultarme. Tomo mi auto y termino frente a su restaurante. Está lleno. Gente relajada, copas brillando, ese ambiente que parece fácil.
Entro. El sonido de la loza, el olor a romero y mantequilla flotan en el aire.
No pido la mesa especial. Pido una normal. Una que no reclame historia.
Abro el menú y lo escaneo como si fuera un plano técnico. No sé qué pedir. Quiero algo ligero.
Siento su presencia antes de verlo.
Nathan está al fondo, con el delantal de cuero, revisando facturas con un proveedor. Profesional. Preciso. El hombre que controla los números de su cocina.
Levanta la vista. Me encuentra.
No hay sonrisa de película. Se acerca despacio, secándose las manos con un paño.
—Hola —dice, mientras deja una taza de café frente a mí. Su voz vibra bajo.
—Hola.
—¿Todo bien?
—Sí. Solo vine a almorzar.
Asiente. Me observa un segundo de más.
—Que disfrutes.
Se da la vuelta.
Ni súplica. Ni insistencia.
El café está excelente. Maldita sea.
La tarde me absorbe otra vez. Revisiones, llamadas, decisiones pequeñas que sostienen algo más grande. Me siento firme. En control.
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Editado: 29.12.2025