El frío de la madrugada ya no era una advertencia, era un castigo físico. Nathan, a pesar de su postura relajada, tenía la punta de la nariz roja y el vapor de su respiración escapaba en nubes densas.
—Harper —dijo él, entrechocando los dientes apenas un poco—, mi compromiso con tu cumpleaños es alto, pero estoy dejando de sentir mis dedos. Entremos al auto antes de que nos conviertan en estatuas de hielo decorativas frente a tu edificio.
—Dije que no iba a subir —respondí, aunque mis propias piernas temblaban bajo el pantalón del pijama—. Eran cinco minutos de pie.
—Cinco minutos de pie en esta temperatura equivalen a una neumonía segura. Entra. Prometo no secuestrarte.
Resoplé, pero la ráfaga de viento que nos golpeó en ese momento me convenció. Rodeé el coche y me desplomé en el asiento del copiloto.
El calor de la calefacción me recibió como un abrazo necesario. Nathan entró rápidamente al lado del conductor y soltó un suspiro de alivio mientras se frotaba las manos.
Al encenderse la luz interior del vehículo, el habitáculo quedó iluminado por completo. Nathan se giró hacia mí, dispuesto a decir algo profundo, pero sus ojos bajaron hacia mi abrigo entreabierto y se detuvieron ahí.
Una sonrisa lenta y divertida empezó a dibujarse en su rostro.
—¿Qué? —pregunté, poniéndome a la defensiva.
—No sabía que la gran Harper Collins, la mujer que hace temblar a los proyectos de arquitectura, era una entusiasta de la fauna marina.
Bajé la mirada. Entre las solapas de mi abrigo de lana gris, asomaba el estampado de mi pijama de franela: una fila de pingüinos con bufandas rojas deslizándose sobre bloques de hielo.
—Estaba durmiendo, Nathan. O intentándolo. Es franela, es térmica y es cómoda.
—No, si me encanta —dijo él, soltando una risita mientras apoyaba el brazo en el volante—. Es una excelente elección. Es bueno saber que, debajo de toda esa armadura profesional, hay aves polares.
—Es un regalo de mi tía, y si vuelves a mencionar a los pingüinos, me bajo ahora mismo y dejo que te mueras de frío solo —respondí, sintiendo que mis mejillas ardían, y no precisamente por la calefacción.
—Está bien, está bien —levantó las manos en señal de rendición, aunque sus ojos seguían brillando de burla—. Estás adorable, Harper. Incluso vestida para una expedición al Ártico.
—Adorable es un termino que usamos para los cachorros y para las personas que no respetamos —añadí, cruzándome de brazos—. Así que guarda tus comentarios acerca de mí de pijama y dime qué estamos haciendo aquí realmente.
Nathan soltó el freno de mano con una parsimonia que me puso los pelos de punta. Antes de que pudiera reclamar aun mas por sus comentarios de los pingüinos, el motor rugió suavemente y el auto se separó de la acera.
—¿Qué haces? —pregunté, mi voz subiendo de tono—. Nathan, frena. ¡Frena ahora mismo!
—Solo un par de manzanas, Harper —dijo él, manteniendo la vista al frente y una sonrisa de lo más irritante—. Para que el motor no se apague por el frío. Es por el bien de la mecánica.
—¡Mentira! Estamos saliendo de mi vecindario. ¡Esto es un secuestro! —exclamé, agarrándome a la manija de la puerta—. Me has engañado con un discurso sobre mi cumpleaños para meterme en un vehículo en movimiento. Esto es un secuestro.
—Secuestro es una palabra muy fuerte —replicó él, doblando una esquina con una elegancia que me enfureció aún más—. Yo prefiero llamarlo transporte de cortesía hacia una celebración obligatoria. Además, técnicamente, tú entraste por tu propios medios y obviamente por obligación térmica.
—Todo fue bajo manipulación—le grité, aunque el calor del coche ya me estaba haciendo sentir cómoda, lo cual me hacía sentir traidora a mi propia indignación—. Nathan Adler, para el auto. No tengo mi bolso, no tengo mi dignidad y estoy en pijama. Esto no estaba en el plan. Acordamos solo cinco minutos.
—Los planes están sobrevalorados, Harper. Son solo listas de cosas que no van a salir como esperas.
—Ese es un argumento típico de un criminal—seguí protestando mientras pasábamos frente a los escaparates cerrados de una de las avenidas del centro
—¿A dónde me llevas? En cuanto pares, saldré corriendo.
—No te voy hacer nada—rió él, deteniéndose en un semáforo y mirándome por fin—. Es mi territorio. Y prometo que habrá postre.
—No voy a comer nada. Voy a estar sentada con los brazos cruzados y expresión de juicio final —sentencié.
Sin embargo, Nathan ignoró mis amenazas con una calma exasperante durante todo el trayecto. Cada vez que yo abría la boca para exigir que diera la vuelta, él subía un punto el volumen de la radio o me preguntaba si los pingüinos de mi pijama tenían nombres individuales. Para cuando finalmente redujo la velocidad, mi alteración por ese intento de secuestro se había convertido en un murmullo de quejas constantes.
—Llegamos —anunció, estacionando con suavidad.
Miré por la ventana. Estábamos frente a EMBER & ROOT, aunque su fachada conocía muy bien pero que a estas horas, sin público, lucía distinto, más íntimo. Admito que llegar a un lugar conocido me dio cierta tranquilidad.
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Editado: 29.12.2025