Era sábado, Ósver fue a la casa de Édgar por la mañana, pues habían quedado para jugar videojuegos ese día. Mientras jugaban, la mamá de Édgar, doña Filomena, entró a la habitación con un par de platos de comida, uno para su hijo y otro para Ósver.
—¿Mamá, te acuerdas de Ósver? El chino gordito que vivía al frente de la casa —dijo Édgar.
Ósver se puso tenso y preocupado, ya que el último recuerdo que tenía de la señora Filomena era cuando lo había culpado del accidente de su hijo.
—¿El chinito que quería salir a jugar contigo? Claro que me acuerdo. ¿Y tú abuelita, cómo está? —respondió la señora Filomena, tratándolo como si nunca hubiera pasado nada.
Ósver le contó cómo se encontraba su abuelita y dónde se habían mudado. Luego, la señora Filomena se retiró y siguieron jugando videojuegos hasta la tarde. Ósver estaba ganando varias partidas, mientras que Édgar se notaba desanimado, con el semblante luctuoso. Ósver le preguntó:
—¿Te encuentras bien? Porque ya estás perdiendo varios juegos, ¿o te estás dejando ganar?
—Estoy preocupado por mi relación con Ailice —respondió Édgar, con una expresión triste—. En estos días ha estado distante conmigo y no sé por qué. Cuando la abrazo, parece no desearlo; cuando trato de besarla, me evita; incluso cuando la busco, sale de su casa a regañadientes.
—Es posible que esté ocupada con exámenes o tareas —opinó Ósver—. Tal vez esté estresada o enfrentando algún problema familiar.
—Que su comportamiento sea debido a exámenes y tareas parece imposible —comentó Édgar—, ya que en ocasiones anteriores ha sido bien atenta conmigo durante sus exámenes. Además, he escuchado rumores de un tipo que la está molestando.
Ósver se puso nervioso; sus manos, que agarraban los mandos de la PlayStation, temblaban. No sabía si los rumores se referían a él. Ailice era hermosa, y era natural que otros estuvieran interesados en ella. Ósver, a pesar de su nerviosismo, quería creer que él era el motivo de la actitud apática que Ailice mostraba hacia Édgar. Esa mirada que habían compartido hace poco seguía quemando en su existencia. Cada vez que pensaba en ella, la idea de que tal vez él significaba algo para Ailice le calaba hondo. Queria, con una intensidad casi dolorosa, que Ailice lo buscara durante el recreo; que sus ojos lo rastrearan con el mismo fervor con el que él la buscaba a ella. Al menos, así lo deseaba Ósver, con una devoción que rozaba lo absurdo. Luego se decía: «¿Quién soy yo para esperar algo así?». Y, sin embargo, ahí estaba, aferrado a ese deseo como un náufrago que se niega a soltarse de una tabla rota.
—¿Acaso sospechas de alguien? —preguntó Ósver, rascándose la nuca con fingida despreocupación.
—No, pero averiguaré quién es ese tipo —dijo Édgar, decidido, apretando el puño.
Ósver regresó a su casa; se sentía agotado, pero no le decía nada a su abuela y menos a su padre. Se recostó en su cama y se durmió.
Editado: 06.01.2025