Game Ósver

El Cabeza Rota contra El Espolón

Desde la mañana, los propietarios de los galpones acompañados por sus familias abarrotaron el coliseo. Un gran jolgorio envolvía a los galleros, mientras el cacareo de los gallos creaba la atmósfera perfecta para el inevitable derramamiento de sangre. Ósver, Kike y Edú estaban en la parte baja de la tribuna, listos para presenciar la primera pelea de la tarde. Dos galleros entraron en la arena, cada uno sostenía a su gallo, y se colocaron frente a frente para que los animales comenzaran a picotearse y se reconocieran como enemigos. Después de este enfrentamiento inicial, los galleros retrocedieron y soltaron a sus gallos, los cuales, al verse libres, corrieron dispuestos a luchar hasta la muerte.

—¿Quién crees que gane esa pelea? —preguntó Kike.

—Ese albino es buen gallo, yo creo que ganará él —respondió Edú.

Edú no le atinaba al gallo ganador, siempre al perdedor. Cuando salieron a pelear sus gallos, la gran mayoría perdió; unos murieron y otros quedaron heridos. Solo faltaba su gallo campeón.

Don Agustín había decidido que esa sería la última pelea para El Cabeza Rota. Ya tenía cuatro años, y su cuerpo empezaba a acusar el desgaste de tantas batallas. El Cabeza Rota estaba invicto, pero ahora era la última carta de don Agustín para ganar el pollón de cinco mil soles, el premio para el gallo que matase al otro en menos de un minuto. El Cabeza Rota había ganado once pollones, pero esta vez se enfrentaría a un gallo joven, fuerte y con hambre de gloria: un peruano navaja, apodado «El Espolón». Con solo dos años, El Espolón estaba en su mejor momento y su fama había comenzado a extenderse entre los galpones, incluido el de don Agustín. Los rumores lo describían como un huracán de plumas y espuelas, y esa noche, los dos gallos se verían las caras en la arena.

Don Agustín soltó a El Cabeza Rota en la arena, pero El Espolón, en el primer embate, lo derribó. El Cabeza Rota se levantó de nuevo para contraatacar, pero El Espolón lo hacía retroceder a cada momento, intentando clavarle su espuela de carey en el cuello. La agresividad de El Espolón era evidente, y todos en la tribuna comenzaron a apostar por él: «¡Voy treinta al Espolón!», se escuchaba en la tribuna de enfrente, mientras que desde otra sección se oía: «¡Pago!».

Ósver se había dado cuenta de que todos los gallos que Edú decía que iban a ganar, perdían. Con ese antecedente y como veía que El Espolón le estaba dando una paliza a El Cabeza Rota, apostó sus cincuenta soles por El Espolón.

—¡Cincuenta al Espolón! —gritó Ósver, levantando la mano con el billete entre los dedos.

Nadie se animaba a apostar con él, pues en ese momento El Espolón era el favorito. Ese gallo joven de sangre fresca tenía pocas probabilidades de perder. Edú se dio cuenta de que Ósver apostó en contra de su gallo, y se enardeció de cólera, diciéndole:

—¡Yo te acepto la apuesta!

Ya había pasado el minuto del pollón; El Cabeza Rota estaba agotado, sus embates eran débiles. En cambio, los saltos de El Espolón eran altos y cada vez más violentos. Él era un ferrocarril moderno y El Cabeza Rota una locomotora con sus viejos vagones de carga. Parecía que en cualquier momento El Espolón haría honor a su nombre. Sin embargo, el coraje de El Cabeza Rota comenzó a surgir con movimientos poco ortodoxos debido a la ausencia de cola. Tenía otros mecanismos para suplir sus evidentes debilidades. Entonces, en una de las embestidas de El Espolón; El Cabeza Rota cayó a un lado y El espolón lo perdió de vista, dejó de saltar al no tenerlo frente a él. Fue en ese instante cuando El Cabeza Rota saltó y lo enganchó del cuello, e hizo caer a El Espolón muerto en el acto.

El coliseo estalló en un gran bullicio. Todos rendían homenaje al verdugo emplumado que se alzaba en el centro de la arena, empapado en sangre ajena. El Cabeza Rota se coronaba una vez más como campeón indiscutido, el imbatible asesino de la noche. Don Agustín, aunque no logró llevarse el pollón, se enderezó con una mueca de satisfacción. No importaba que hubiera perdido la mayoría de sus gallos; en ese momento, su nombre seguía siendo ley en las jornadas gallísticas. La gloria tenía un precio, y esa noche, el Cabeza Rota lo había cobrado con creces.




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