Gatos de medianoche.

Capítulo dos.

Esa misma noche, cuando Isabel se acostó, el silencio en su habitación le pareció más pesado de lo habitual. Cerró los ojos, intentando ignorar la sensación de inquietud, pero entonces lo escuchó. Abrió los ojos de golpe y contuvo la respiración.

—¿Oyes eso? —susurró, removiéndose en la cama mientras sacudía ligeramente el brazo de Brian.

Su novio gruñó con desgana, medio dormido.

—Isabel... vamos a dormir. —Su voz sonó pastosa, adormilada—. Creo que te has quedado un poco rallada después de escuchar a ese señor.—Se dio media vuelta, acomodándose en la almohada con un suspiro.

Isabel permaneció en silencio, con los oídos atentos, esperando que Brian lo escuchara también. Que reaccionara. Que al menos frunciera el ceño o preguntara "¿qué es eso?".Pero no lo hizo.

Isabel suspiró con pena, ella estaba escuchándolo. Primero, un solo maullido, lejano, arrastrado por el viento. Luego, otro. Y otro más. No eran simples sonidos de gatos callejeros; eran los mismos que había escuchado en el parque, pero esta vez eran muchos más, fusionándose en un coro de lamentos que se extendía en la noche. Se sentó en la cama, con el corazón palpitante. Sabía de dónde venían. Del parque. Siempre del parque.

Isabel se levantó y se acercó a la ventana. Desde su apartamento, podía ver la silueta oscura de los árboles en la distancia, recortada contra la luz tenue de los faroles. El parque estaba cerrado a esa hora, vacío para cualquiera. Los maullidos no se detenían. Al contrario, parecían intensificarse, llenando el aire con una angustia insoportable. Sonaban como si algo estuviera sufriendo, como si algo estuviera llamándola. Eran reales? ¿O su mente estaba jugándole una mala pasada? Pero desde aquel momento, cada noche era lo mismo. No importaba que cerrara la ventana, que pusiera música para distraerse o que intentara convencerse de que solo eran gatos callejeros. No lo eran. Y cada vez, los maullidos sonaban más cerca.

Una noche, a las 3 de la madrugada, Isabel estaba al borde de la cama, su cuerpo sacudido por espasmos de angustia. Sus dedos se clavaban en su pecho, tratando de contener el dolor asfixiante que le oprimía los pulmones. Jadeaba, con los ojos vidriosos, sintiendo que el aire era demasiado denso, que su garganta se cerraba más con cada segundo que pasaba. Los maullidos la rodeaban. Eran muchos, demasiado fuertes, demasiado cerca. No eran simples lamentos; eran gritos de algo que se desgarraba, que se rompía por dentro. Gritos de sufrimiento puro. Su piel se erizó con un escalofrío helado. Quería taparse los oídos, quería gritar, quería hacer que se callaran, pero sabía que no lo harían. Nunca lo hacían. Era como si los maullidos se deslizaran bajo su piel, como si algo invisible arañara su cráneo desde dentro. Su visión se nubló un instante, mareada por la intensidad del sonido.

—No puedo más... —sollozó, con la voz rota. Con manos temblorosas, sacudió el brazo de Brian, quien dormía profundamente a su lado. —Brian, por favor, despierta.

Él gruñó, medio adormilado.—¿Qué pasa ahora, Isabel?

—¡No puedo más! —gimió ella, su voz quebró en un llanto—. ¡No puedo más, Brian! ¡Necesito ir! ¡Necesito ver qué está pasando!

Brian frunció el ceño, frotándose los ojos con lentitud.—¿Qué...? ¿De qué hablas?

—¡El parque! —Isabel temblaba de pies a cabeza—. ¡Siguen ahí! ¡Maúllan cada noche y cada vez están más cerca! ¡No me dejan respirar! ¡No puedo dormir!

Su pecho subía y bajaba de manera errática. Se sentía atrapada, sofocada, como si las paredes de la habitación se cerraran sobre ella.

Brian suspiró con frustración, pasándose una mano por la cara.—Isabel, el parque está cerrado. ¿Cómo piensas entrar? ¿Quieres que nos multen?

—¡No me importa la multa! —Su voz se quebró en un chillido de desesperación—. ¡Algo pasa ahí, Brian! ¡Algo horrible!

Él se enderezó en la cama, mirándola con seriedad.—Si tanto te preocupa, bajemos y miramos desde fuera. Pero ya está, ¿vale? Esto no es normal, Isabel. Tienes que parar. Necesitas ayuda.

Isabel parpadeó, confundida.—¿Ayuda...?

Afirmó con dureza—. Esto no es normal. No puedes obsesionarte así por unos gatos callejeros.

Su mundo se tambaleó. Los maullidos... ¿Él no los oía? Isabel sintió que algo dentro de ella se rompía.

—¿¡No los oyes!? —gritó, con la voz desgarrada—. ¡Por Dios, Brian, están gritando! ¡Se están muriendo ahí fuera y tú actúas como si nada!

Brian la observó en silencio, su mandíbula apretada.—No oigo nada, Isabel.

Un latido retumbó en su cabeza. No. No podía ser. Pero los maullidos seguían ahí. Los escuchaba dentro de su cráneo, vibrando en su pecho, helándole la sangre. Y sin embargo... Brian no los oía. Isabel sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. No estaba segura de si era el frío o el pánico lo que le hacía temblar. Con manos temblorosas, se puso unas deportivas y salió de la habitación.

—¡¿Qué haces?! —exclamó Brian, sorprendido al verla caminar hacia la puerta, todavía en pijama.

—Voy al parque —respondió Isabel con la voz hueca, sin mirarlo.

—¡¿Qué?! ¡Isabel, esto es una locura! —Brian se levantó de la cama de un salto y fue tras ella—. No puedes salir así, ¿Qué demonios te pasa?

Ella ya estaba abriendo la puerta del apartamento. Su pecho subía y bajaba con respiraciones irregulares.

—No puedo más, Brian... No puedo... —Su voz temblaba al borde del colapso—. No sé si estoy enloqueciendo o si esto es real, pero tengo que ir. No puedo quedarme aquí escuchándolos, ¡no puedo!

—¡Isabel! —Él intentó sujetarla del brazo, pero ella se zafó bruscamente.

—Si no quieres venir, no vengas.

Y con esas palabras, salió corriendo escaleras abajo.

Brian maldijo por lo bajo y, sin pensarlo más, fue tras ella.

—¡Isabel, detente! —La voz de Brian resonó en la escalera mientras corría tras ella.

Ella no se detuvo.

—No puedo —murmuró sin mirar atrás.

—¡No puedes qué! —Brian la alcanzó al llegar al portal, agarrándola del brazo.—. ¡No puedes qué, Isabel! ¿Volverte loca por unos putos gatos?




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