Brian, al otro lado de la valla, la observó en silencio, las palabras atoradas en su garganta.—Pues lárgate sola, Isabel —dijo finalmente, su voz cargada de rabia contenida y cansancio. Se dio la vuelta para irse, la frustración inundando su cuerpo. No sabía cómo ayudarla, y la impotencia lo estaba consumiendo. Suspiró con pesadez. Sabía que no podía dejarla sola. No podía dejar que se perdiera en esa locura. Necesitaba seguirla para que no se hiciera daño.
Con un gruñido de frustración, Brian se lanzó hacia la valla. Sus manos se aferraron al metal, y con un esfuerzo casi desesperado, saltó al otro lado. El golpe en el suelo fue seco, pero no perdió tiempo. Isabel no se detuvo, y él, aún con la mente llena de dudas, la siguió.—¡Isabel! —gritó, corriendo tras ella, su voz quebrada por la desesperación—. ¡Espera!
La imagen de los chicos de botellón en el fondo, riendo y bebiendo, parecía tan ajena a lo que ellos estaban viviendo. Ellos seguían con sus risas y su música, mientras que el parque, a cada paso, se volvía más frío, más oscuro, como si los envolviera una niebla invisible.
Pasaron por la fuente que veían todas las mañanas, llena de agua clara y enérgica, pero ahora estaba apagada. El agua no corría, estaba estancada, oscura. Como todo el parque, que parecía un reflejo malévolo de sí mismo.
Isabel caminaba sin un rumbo, se dirigió hacia la parte más remota del parque, la que casi nunca veían por el día. El rincón donde, hace varias tardes atrás, había encontrado aquel gato.
Todo estaba oscuro. En la lejanía, los sonidos de los chicos parecían desvanecerse, absorbidos por la densa quietud. Isabel no parecía molestarse por la oscuridad, sus ojos se ajustaban sin esfuerzo, como si estuviera acostumbrada. Pero Brian, por el contrario, sentía cómo la incomodidad lo invadía, cómo la sensación de desorientación lo envolvía.
—Isabel... —dijo, dudando, mirando alrededor—. ¿Por qué no subimos por una linterna o el móvil o algo? No vemos nada aquí. Y solo escucho a esos chicos, ya no sé qué hacer.
Isabel no respondió. Sus pasos no se detenían. No estaba preocupada por la oscuridad. Ella sabía que debía estar allí. Sabía que algo la esperaba.
Finalmente llegaron al rincón del parque, el lugar donde todo había comenzado. Isabel se detuvo de golpe, su respiración se aceleró, y con un gesto nervioso, se tapó los oídos con las manos. Los maullidos eran más intensos ahora, más cercanos. Gritos que atravesaban la noche como una daga afilada, llenos de desesperación.
Isabel comenzó a gritar, un grito desgarrador que llenó el vacío del parque.
—¡No puedo más! ¡No puedo más! —gritó, con la voz quebrada por la desesperación. Sus dedos se hundieron en sus oídos con más fuerza, tratando de ahogar el sonido, pero no lo conseguía. Era como si los maullidos estuvieran metiéndose bajo su piel, viajando por su cuerpo, destrozándola desde adentro.
Brian no pudo soportarlo más. La abrazó con fuerza, rodeándola con sus brazos, tratando de calmarla, aunque sabía que las palabras no podían consolarla. La abrazó como si fuera la única manera de mantenerla allí, de impedir que se desmoronara.
—Shh... —murmuró, tratando de calmarla, aunque él mismo temblaba por dentro, no entendía nada —. Estoy aquí, amor. Estoy aquí. Tranquila... No hay nada. Nada, mi amor.
Pero en ese momento, algo se quebró.
Desde la lejanía, la sombra de un gato apareció. Parecía un gato común, alejándose de ellos, moviéndose con una agilidad felina, sus ojos brillando en la oscuridad. Isabel y Brian se quedaron inmóviles, sorprendidos, incluso aliviados.
El gato iba dirección los chicos del botellón, como si nada extraño estuviera sucediendo. Ambos se miraran un instante, como si finalmente pudieran respirar.
Pero entonces, un chillido desgarrador rompió el aire. No era el sonido de un gato. No lo era en absoluto.
La figura, antes definida como un gato, comenzó a moverse de una manera antinatural. Su cuerpo parecía retorcerse, como si los huesos de la criatura estuvieran quebrándose, aplastándose y reconstruyéndose en una forma horrenda. Sus patas se estiraban más de lo que debían, y los músculos se contorneaban de una forma grotesca, como si intentaran huir de su propia estructura, como si todo en su cuerpo fuera una masa de carne herida.
Los ojos del gato, antes brillantes e inofensivos, comenzaron a expandirse, deformándose en una esfera negra, sin vida, rodeada de una oscuridad absoluta, como pozos vacíos que tragaban la luz misma. La criatura comenzó a avanzar con pasos largos y torpes, dejando detrás un rastro de sombras que no parecían ser suyas, sino algo... ajeno, como si estuvieran siguiendo su figura.
Isabel apretó los ojos, su cuerpo temblando, un nudo en la garganta. Brian dio un paso atrás, sus ojos fijos en la figura que ya no se parecía a nada que pudieran comprender. Lo que al principio parecía un gato se desfiguraba ante ellos, creciendo, deformándose.
Lo que quedaba era una bestia, algo imposible de clasificar. Un ser monstruoso, de una altura inimaginable, con garras que se alzaban hacia el cielo como cuchillas afiladas, listas para desgarrar. Cada movimiento estaba acompañado de un crujido, el sonido de huesos rotos y tejidos desgarrados que se entrelazaban y se reorganizaban de manera horrible.
La figura tenía un rostro humanoide, distorsionado, con una mueca dolorosa que, de alguna manera, parecía una máscara rota, como si estuviera fusionando la imagen de un gato con algo aún más abominable, mucho más allá de la comprensión humana. Su boca se abrió en un contorsionado alarido, un sonido más allá del dolor, más allá de la muerte misma, un rugido que se mezclaba con los maullidos que nunca se habían detenido. Un ser que no debería existir, que no debería ser, que no encajaba en este mundo.
Isabel dio un paso atrás, pero sus piernas no respondían. No podía moverse, no podía apartar la mirada. El terror la paralizaba mientras la bestia avanzaba. En ese instante, no había nada más que ese monstruo frente a ellos, una criatura que solo podía habitar en pesadillas. Brian no podía ni respirar. El terror lo había inmovilizado.