Gloria salió de la cafetería apresurada con un café para su jefe Ernesto Trociuk, dueño de un gran holding de empresas. El conglomerado en su parte estaba integrado por medios de comunicación como radio, televisión y periódicos.
Ella hacía oficina junto a su jefe en el diario de mayor de circulación de la República de nombre Noticias. Era su primer trabajo oficial como secretaria. Tenía casi veinte años y estaba estudiando periodismo, pero debía hacer dinero para pagarse la universidad. Sus padres no eran millonarios, aunque sí tenían dinero y para no decir otra cosa, no apoyaban su carrera, siempre le decían que iba a morir de hambre con el periodismo, pero a ella le encantaba, aunque el secretariado nada tenía que ver. Estudió dactilografía en una institución llamada UV y eso servía bastante para su trabajo de redacción administrativa. Esperaba a que algún día le sirviera para su redacción periodística.
Abrió la puerta de la oficina, y saludó al resto de los colaboradores que se encontraban en su camino antes de llegar junto a su jefe.
Bajó su cartera en el escritorio, y se dirigió muy apresurada para abrir la puerta del jefe. Deseaba su café negro y azucarado a una temperatura agradable. No le gustaba quemarse, así que ella sabía que todos sus días empezaban con ese café matutino, incluso antes del suyo.
Dejó el café en el escritorio, encendió la computadora y se alejó un poco a ver si todo estaba correctamente distribuido.
—Buen día, Gloria —saludó el señor Trociuk, entrando a la estancia.
El hombre era un sexagenario, amable, pero con una vida turbulenta, tenía un hijo legal y varios que no lo eran.
—Buen día, señor Trociuk. Su café está listo y como a usted le gusta —replicó.
—Muy amable. Gloria, trae los pendientes de ayer, no pude acabarlos.
—Los pendientes están muy pendientes de usted en la mesa, señor. Le aseguro que no se movieron de donde los dejó —dijo antes de salir.
Se sentó en su silla giratoria y se rebuscó el maquillaje en su cajón derecho.
Debía retocarse el maquillaje. En ese puesto le exigían siempre estar presentable, pues aparecían los altos ejecutivos, jefes y gerentes de los holdings de Trociuk.
Se dio una última mirada en el espejo y observó su cabello castaño por encima del hombro, alisado con una mano de la plancha temprano en la mañana. Sus ojos marrones eran grandes y juguetones, su tez blanca era especial para un precioso rubor rosa.
Era muy bonita y joven. Con diecinueve años y un empleo se sentía bella y exitosa, aunque también muy cansada. Por la noche debía estudiar en la universidad. Estaba hecha trizas cuando las demás estaban prestas a hacer fiestas o salidas después de la oficina. Ella nunca podía.
Debía admitir que el puesto no se lo había ganado. Su padre era un antiguo gerente de una de las empresas que se independizó y prestaba servicios publicitarios a los Trociuk. Mantenían buenas relaciones y como primeramente su padre le ofreció trabajar medio tiempo con él, ella sintió que aquello no la beneficiaría por no querer esforzarse.
Como secretaria debía levantarse muy temprano, subir a un colectivo que la llevaba hasta el trabajo. Ella era puro glamour en medio de personas que tal vez ni se cepillaban los dientes. Era un esfuerzo, pero al menos así se sentía bien y que haber entrado a ese puesto no era solo por amiguismo, sino que ella demostraba ser capaz de ser una excelente empleada.
Redactó en esa mañana cuatro circulares distintas, pues las políticas del Holding estaba cambiando. El señor Trociuk había visto distintas opciones para reducir sus pérdidas y aumentar sus ganancias.
Por la tarde después de haber repartido las circulares en cada sector, se había quedado sin mucho que hacer. Tomó uno de sus libros de la universidad y lo abrió para leer unos capítulos y no apresurarse cuando llegara el examen.
Escuchó unas manos colocarse en su escritorio.
—¿Trabajando arduamente, Gloria? —indagó Enrique, el hijo del señor Trociuk.
—Acabé con todos los pendientes, solo estoy estudiando. Su padre me ha dado permiso, señor.
—Muchas concesiones para una secretaria, demasiado bonita —dijo levantando una ceja insinuando lo peor.
Enrique tenía veintisiete años y era el vivo ejemplo de lo que ella no deseaba ser en su vida. Zángano, creído, arrogante y sinvergüenza.
—Lo anunciaré, señor —sonrió con falsedad antes de tomar el tubo del teléfono —. Señor Trociuk, su hijo desea entrar junto a usted...
Ella escuchó lo que dijo el señor Trociuk y rio sin darse cuenta por el mismo chiste que hizo el hombre.
Enrique mientras tanto la miró sonriendo. Estaba seguro de que su padre tenía una relación con su secretaria. De esa clase de relaciones habían estado viniendo sus hermanos bastardos. Él era el único hijo legítimo y futuro heredero de todo su dinero, vivía despreocupado solo gastando lo que podía.
Gloria colgó el teléfono e intentó mantener la compostura, pues lo que le dijo su jefe casi hizo que estallara de la risa.
—Pase, lo está esperando —logró articular, volviendo a su libro.
—Gracias por hacer tu trabajo, Gloria —se despidió con sarcasmo.
Al poco tiempo de verlo entrar masculló en su mente la palabra «parásito». Es lo que había dicho su propio padre sobre él.
Dentro de la oficina, Enrique se sentó frente a su padre y lo miró acusatorio.
—Otra vez haciendo de las tuyas, papá —aseguró, tocando cosas del escritorio.
—Aquí quien hace de las suyas eres tú, ¿Qué quieres? ¿Ya gastaste todo lo que te di? Qué poco dura la paz... —se quejó el viejo, levantándose.
—Exageras, papá. Estoy estudiando.
—Tienes casi treinta años, eres un inútil que no se ha preocupado por entender el negocio. Cuando yo me muera este lugar quebrará porque tengo un hijo inútil.
—Entonces reconoce a todos tus malditos bastardos y que ellos salven tus empresas. Es lo más fácil, papá.