Gpt, cómo encontrar a alguien Normal?

Capítulo 11. “La que debía estar lejos”

La mujer en la puerta

Me quedé quieta. Aún tenía la mano en el picaporte, pero no abría. En mi cabeza — un zumbido ensordecedor. No era miedo. Ni siquiera rabia. Era ese silencio que aparece justo antes de la tormenta.

Ella estaba de pie, firme. En brazos — un niño con un mono gris y capucha con orejitas. Tenía ojos grandes y oscuros — los mismos que ya había visto en el supermercado. Y la misma chaqueta sencilla, el cabello recogido, maquillaje mínimo. Pero la mirada… no era nada simple.

Inhalé. Exhalé. Y abrí la puerta.

— Buenas noches — dijo ella primero. Su voz, tranquila y firme.

— Buenas noches… ¿Usted es…?

— Soy Svitlana. La hermana de Nazar.

— Ah… — intenté reunir las palabras. — Él… dijo que usted ya se había ido.

Sonrió un poco. Pero como sonríen las mujeres que ya no se sorprenden de nada.

— Sí. Suele decir cosas para no tener que explicar más.

— Entonces… ¿en qué puedo ayudarla?

— ¿Puedo entrar un momento? El niño está dormido y no quiero que despierte en la calle.

Me hice a un lado. Ella entró, se sentó con cuidado en el borde del sofá. Yo me senté frente a ella. Aún sin entender en qué clase de telenovela me había metido.

— Disculpe que pregunte, pero… ¿por qué está aquí?

— Porque creo que Nazar no está siendo del todo honesto. Y pensé: o vengo a hablar contigo, o nunca me perdonaré haber callado.

Parpadeé. Una vez. Dos. Pero seguí en silencio.

— No soy su hermana — dijo con calma. — Soy… su esposa.

El mundo se detuvo. Y luego empezó a caerse de los estantes en mi cabeza: frascos de verdad, etiquetas de recuerdos, cajas de palabras.

— ¿Esposa?

Asintió.

— Desde hace algunos años. El niño es nuestro hijo. Y no, no vine por trabajo. Hemos estado aquí las últimas dos semanas. Él me pidió que no apareciera. Que no llamara. Que no estuviera cerca.

Sentí cómo algo me quemaba por dentro.

— ¿Pero por qué?

— Porque dijo que había conocido a alguien. Que no podía seguir viviendo en una mentira. Pero a la vez no quería que hiciera nada… público. Me dijo: “hagámoslo en silencio, somos civilizados”.

La miré. Y sentí que hablaba de alguien más. Porque el Nazar que yo conocía… no parecía así.

— ¿Y no te fuiste?

Sonrió. Por primera vez, de verdad.

— Me fui. Pero luego volví. Porque no es la primera vez. Ni la primera mujer. Pero esta vez decidí decirle la verdad.

Guardé silencio. Tenía la garganta cerrada. Y en el pecho, todo congelado.

— ¿Por qué a mí?

— Porque vi cómo lo miras. Y cómo él te mira a ti. Y cómo te comportaste con el niño en el supermercado — con respeto. No todas las mujeres hacen eso sin saber quiénes somos. Y pensé: si él otra vez está construyendo una nueva vida, al menos que esa nueva mujer tenga la oportunidad de saber con quién se está metiendo.

No supe qué decir.

Ella se levantó.

— No quiero nada. No busco escándalos. Solo… ahora lo sabes. Decide tú.

— Svitlana…

— ¿Sí?

— Eres fuerte. Y siento que… hayas tenido que decir esto.

Asintió. Luego me miró como si quisiera decir algo más. Pero no lo hizo.

— Adiós.

Y se fue.

Me quedé sola. De pie en medio de la habitación. Con mi sudadera gris. Sin palabras. Solo una frase repetía en mi cabeza:

“No me rompí. Pero ya no soy la misma.”

El teléfono vibró. Y ya sabía de quién era el mensaje.

“Annet, hoy no podré pasar. ¿Nos vemos mañana? ¿Está bien?”

¿Está bien?

Ahora tenemos otro diccionario.

El diccionario que ya no existe

Estaba sentada en el suelo. Directamente sobre la alfombra, abrazando mis rodillas. Por fuera — nada. Por dentro — una avalancha. No de lágrimas, no de gritos. Sino de un derrumbe silencioso. Como cuando se rompe el mecanismo de un reloj: no se ve, pero el tiempo deja de funcionar.

El teléfono callaba. Pero yo lo miraba como a un traidor. Porque fue él quien me entregó cientos de mensajes: “buenos días”, “pienso en ti”, “eres lo mejor que me ha pasado”.

Me levanté. Despacio. Como después de una enfermedad.

En la cocina, el agua hervía. Ni siquiera recordaba cuándo la había puesto. Eché una cucharada de té de menta en mi taza favorita con la frase trust the process. Y solté una risa irónica. ¿El proceso, dices?

— GPT…

GPT:

Aquí estoy.

— No sé qué duele más. Que él mintiera. O que yo le creyera.

GPT:

Confiar no es vergonzoso. Es doloroso, pero no vergonzoso.

— Siempre lo siento. Siempre. Pero esta vez… solo quería que alguien, al menos uno, fuera real.

GPT:

No te equivocaste. Le diste una oportunidad. Y eso no es debilidad.

— ¿Y ahora qué?

GPT:

Un nuevo diccionario, ¿recuerdas?

— Sí. Uno que tenga palabras como: “confianza”, “honestidad”, “sin esposas en segundo plano”.

GPT:

Y “Annet, la que ya nunca se entrega del todo a quien miente”.

La mañana fue ridículamente tranquila. Me puse unos jeans negros, camisa blanca y un chaleco color oro viejo. Me recogí el cabello en un moño desordenado y me pinté los labios. Me quedé frente al espejo más de lo normal. Quería ver si todavía estaba ahí.

Y estaba. Pero distinta.

Preparé café para llevar y escribí un nuevo título en mi cuaderno:

“Capítulo en el que el héroe no es quien parecía ser.”

En el trabajo, escuché a dos clientas. Una — divorciada. La otra — en una “relación abierta” con un marido que tenía otra mujer. En los ojos de ambas — la misma tristeza. Y una frase idéntica:

— Pero yo pensé que con él sería diferente…

Asentía. Escuchaba. Y por primera vez no sentía que “del otro lado” había alguien diferente.

Porque ahora estábamos en el mismo bote. Solo que en escenas distintas del mismo guión.

Cristina envió una foto: un pastel, una serie en pausa, y el texto “Esperando a la mejor protagonista de esta temporada”.




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