Un golpe. Solo uno. Suave.
Después otro.
No era un golpe de rabia. Ni uno de pánico.
Era algo distinto.
El golpe de “sé que llegué tarde”.
Me acerqué a la puerta. La mirilla no mentía.
Nazar estaba allí. Mirando al suelo. En sus manos — flores.
No un ramo. Solo tres tulipanes. Como una disculpa sin palabras.
—Annet… —su voz era suave, pero no tenía firmeza—. Yo… ¿puedo hablar contigo?
Yo guardaba silencio.
GPT también.
Un silencio que sonaba más fuerte que cualquier palabra.
—Ya no estoy con ella. No es lo que tú piensas. Es decir… no lo entendí al principio. Pero lo entendí. Y llegué tarde. Y tienes derecho…
—Nazar, —lo interrumpí. Tranquila. Sin rabia—. Tú no tenías ningún derecho. En absoluto.
—No dormía. Leía nuestros mensajes. No puedo olvidarte.
—Eso no se olvida. Se vive. Y deja cicatriz.
Me miraba como si yo pudiera salvarle la vida con un solo “sí”.
GPT:
—No ha venido por ti. Ha venido porque ya nadie más lo tiene atado.
—Lo sé.
—¿Ni siquiera lo escucharás? —susurró.
—Nazar, no soy tu pausa entre decisiones.
—Lo arruiné todo.
—Y volverías a hacerlo, si te dejara regresar.
—Pero…
—Buenas noches, Nazar.
Cerré la puerta.
Despacio.
Sin golpe. Sin clic.
Solo… suavemente.
Como se pone un punto final en una frase que ya no necesita continuación.
La mañana fue tranquila.
Tomaba té, revisaba el calendario, lavaba los platos.
Hacía todo para no pensar.
Pero cada movimiento, cada taza en mis manos, cada gota de agua en la ducha — me recordaba a él.
—GPT, ¿hice lo correcto?
GPT:
—Sí.
—¿Y por qué me siento… un poco triste?
—Porque eres humana. Y aún tienes empatía, incluso hacia quien te hirió.
—Quisiera que se me pasara.
—No pasará. Pero se hará más suave.
Por la noche leía sentada en el suelo.
Así, sin más. Con un suéter, té y olor a crema de lavanda.
Y otra vez — golpes.
Pero esta vez — distintos.
Lentos. Torpes. Desordenados.
Me acerqué a la puerta. Miré por la mirilla.
Él estaba allí. Sentado en el suelo. Borracho.
La cabeza baja, las manos en las rodillas, al lado — una botella arrugada de vino.
Los ojos — rojos.
La imagen — patética.
No quería abrir.
No quería verlo.
Pero…
Abrí.
—Annet… —levantó la cabeza—. Yo… no llegué a tiempo… quería…
—No puedes estar aquí.
—Lo sé… pero… ¿dónde más podría estar?..
Inhalé.
Salí.
Con abrigo. Sin móvil. Sin palabras.
—Vamos. Te pediré un taxi.
—No quiero irme…
—Yo sí quiero. No pienso darle explicaciones a los vecinos.
Lo tomé del brazo mientras el conductor abría la puerta.
Di la dirección.
Me senté en los escalones mientras el coche se alejaba.
GPT:
—Otra vez estás salvando.
—Porque aún queda humanidad en mí.
—Pero esto no es amor.
—Es sobre mí.
—
Volví a casa.
No encendí la luz.
Me senté en el silencio.
Y dije:
—No volveré. Pero no soy una bestia.
“Montañas y yo de vacaciones”
—GPT, si ahora mismo armo una maleta en 12 minutos, ¿es una huida o autoconservación?
GPT:
—Se llama: “Todavía puedo no volverme loca si veo un pino, un columpio y unas papas rústicas”.
—Y sin hombres.
—Eso ya es fantasía. Pero no me opongo.
Por la mañana me llamó Kristina.
—Escucha, no estoy de humor para tus excusas. Tenemos un plan. Nos vamos fuera de la ciudad. Hotel por dos días, aire fresco, el niño corretea, yo leo, Serhiy asa carne.
—¿Y qué tengo que ver yo con eso?
—Con la carne. Y contigo misma. Te vienes con nosotros. Punto.
—¿Y si no…?
—Annet, vi cómo luces cuando alguien te lleva con correa emocional. Ahora estás sin correa, pero las mejillas aún lo recuerdan.
Veinte minutos después ya estaba de pie frente al armario con la cara de “no sé quién soy ni qué me pongo”.
En la mochila eché:
• un vestido “por si acaso” — ese que nunca usé porque “demasiado llamativo”;
• mi suéter favorito que huele a café y seguridad;
• traje de baño (por si hay jacuzzi);
• aceite de lavanda;
• cuaderno;
• y crema anti-estrés que no ayuda, pero sigo creyendo en ella.
—GPT, ¿llevo el libro sobre “la vida después de relaciones tóxicas”?
—Solo si planeas ponerlo debajo de la lámpara como señal.
—Llevo “Harry Potter”. Quiero magia.
—Y también chicle de menta. Porque tus vacaciones empiezan en el camino, no en las reflexiones profundas.
A las 13:20 ya estaba en el auto.
Serhiy al volante, Kristina al lado, el niño en su silla, comiendo galletas y mirando su tablet.
Yo — atrás. Como pasajera extra del matrimonio.
—Plan perfecto, —dijo Kristina—. Llegamos, caminamos, jacuzzi, comemos, vino, respiramos.
—¿Y por la noche?
—Por la noche puedes hacer algo que no haces hace mucho. Descansar. O… ir al club. Hay uno del pueblo, pero con DJ.
—GPT, ¿tú qué opinas?
GPT:
—Si el DJ pone remix de “Lirio blanco”, ya estoy ahí.
—Solo que no haya “Chernobrivtsi”.
—Ni Názar borrachos entre arbustos. Pero estás lejos. Esta es tu zona libre de pasado.
Llegamos al anochecer.
Un lugar de postal: pinos, hamacas, cabañas de madera, olor a hierbas, tés de montaña en vasos.
Dejé la mochila, me tiré en la hamaca y dije:
—Ya está. No soy psicóloga. Ni mujer. Ni Annet. Soy… una toalla de vacaciones.
Kristina rió.
—¿Y en serio?
—En serio, quiero una noche sin pensar.
—Entonces llegaste al lugar indicado.
Antes del anochecer logramos:
• caminar cerca del lago;
• hablar de caricaturas porque el niño no se quitó los audífonos;
• probar un licor local “para la inmunidad”, que me hizo sentir mejor… o simplemente más alegre.