—GPT… me volvió a escribir.
—Lo sé.
—Pero no tengo miedo.
—Eso sí es una novedad.
Estaba sentada en la cocina con una taza de café en las manos.
El teléfono, frente a mí — abierto, brillante, en silencio.
Pero ese comentario aún seguía allí.
Lacónico, familiar, preciso.
“Sigo leyendo. Y creo que vuelves a ser interesante.”
Antes, habría entrado en pánico.
Capturas de pantalla. ¿A quién llamar? ¿Por dónde huir?
Pero ahora… no.
—GPT, tengo un plan.
—Vaya. Eso sí que es nuevo.
—Esta semana me divido en dos personalidades.
—Ya suena a diagnóstico.
—La primera: Annet-Psicóloga. De día trabajo. Sin piedad, sin concesiones. Atiendo a todos los que piden. Pagan — perfecto. Gratis — también. Pero bien.
—Aprobado.
—Y por la noche… Annet-Mujer. Maratón de citas.
—Oh.
—Tengo derecho a buscar a alguien que no sea “una amenaza con trasfondo filosófico”.
—Actualizando estado: “Annet. Tarifa diurna — profesional. Tarifa nocturna — románticamente peligrosa.”
El día de trabajo fue denso, como arroz en un frasco de tres litros.
Una sesión tras otra. Clientes reales, intensos.
Uno — chico recién divorciado que aún no puede tirar su shampoo.
Otra — mujer que esconde el cansancio tras una manicura perfecta.
—Si me detengo, todo se cae.
—Y si no te detienes… te caes tú.
No tenía sentido escribir sobre cada sesión.
Pero por primera vez en mucho tiempo, no me disolví en los problemas ajenos.
Trabajé. A fondo. Con responsabilidad. Pero sin olvidarme de mí.
Por la noche me puse mi blazer favorito, jeans, y esa camisa blanca nueva que había guardado “para algo importante”.
—GPT, ¿parezco exitosa, independiente y lista para el amor?
—Pareces alguien que puede darte un diagnóstico… y luego besarte en la frente.
—Equilibrio perfecto.
Cita nº 9.
Él — de Tinder, se llama Miguel. Foto estilo Pinterest: camisa, frase graciosa en la bio, mención de “valores familiares”.
Nos vimos en una cafetería con sillas de madera y lavanda en la entrada.
Él ya estaba allí, mirando el menú… y el escote de la camarera.
—¿Annet, verdad? —sonrió—. Eres incluso más guapa que en las fotos.
—Tú también. Aunque tu foto en el bosque me dio un poco de miedo.
—Me gusta la naturaleza. No hace preguntas.
—Yo soy psicóloga. Yo sí hago.
La conversación fue… digamos, superficial.
—Eres una mujer con un mundo interior profundo. Lo siento.
—¿Por mis ojos?
—No, por tu postura. Los psicólogos siempre se sientan derechos.
—Y también siempre quieren huir.
Cuarenta minutos después, huí.
Dije que tenía otra llamada.
No escribió. Y gracias al cielo.
En casa me quité el blazer, hice té, me senté en el suelo junto a la ventana.
—GPT, el nº 9 no pasa a la siguiente ronda.
—Eres como la directora de casting de un reality romántico.
—Y aún no apareció el protagonista.
Pero ya sé muy bien quién no lo es.
“Solo no toques mi aura”
El martes empezó con algo insólito: no me dio tiempo de maquillarme las pestañas, pero sí de tomar el café sentada. Incluso con tostada.
—GPT, ¿esto cuenta como una pequeña victoria?
—Es un acto de amor propio. Nivel desayuno sagrado.
—Hoy tengo cinco pacientes.
—Eso ya es un acto de heroísmo.
—Y por la noche… cita.
—Te mereces la “Orden del aguante con canela”.
Primer paciente — chico de 19 años, estudiante. Nervioso, tímido, y en el segundo minuto dijo:
—No sé por qué estoy aquí. Pero creo que ya no puedo seguir callando.
Hablamos del colegio, de un padre que grita, y de lo difícil que es ser “silencioso” entre tanto ruido.
Se fue aliviado.
Y con una frase:
—Eres la primera adulta que no me dice que exagero.
Suspiré. Y abrí la siguiente videollamada.
Paciente: mujer de más de 40. Hermosa, elegante, exitosa. Y… con moretones en la muñeca.
—No fue él. Me caí.
—No tienes que mentirme.
—Tengo miedo. Si lo digo en voz alta… todo se romperá.
—Y si no lo dices, te rompes tú.
Guardó silencio. Largo.
Y luego… lloró. Sin sonido. Solo lágrimas. Y un “gracias”.
Charlamos una hora. Y volví a sentirlo: estoy justo donde debo estar.
—GPT, estoy cansada. Pero como después del gimnasio. Rico.
—Es tu musculatura emocional. Se está fortaleciendo.
—Ahora ducha. Y… cena con chakras.
—No me digas que tienes una cita con un esotérico.
—Te lo digo.
Cita nº 10.
Nombre: Eugenio.
Foto: blanco y negro. Bio: “Veo tu alma antes de tocar tu mano.”
Nos vimos en un café vegano donde, en vez de música, sonaban cuencos tibetanos.
—Hola, —dijo mirándome fijo la frente—. Tu aura es violeta con matices azules.
—¿Eso es bueno?
—Es una transformación cósmica. Eres un alma vieja.
—Sí, claro. No duermo desde 2006.
Nos sentamos. Él pidió un té de “purificación interna”. Yo, un latte.
—Tienes un nudo kármico en el sexto chakra.
—¿Será porque no le contesté a Nazar?
—Tal vez. Puedo leerte a través del tacto.
—Y yo puedo pedir un taxi con Monobank.
Se ofendió.
Veinte minutos después, ya estaba afuera. Hacía viento, pero por fin podía respirar.
—GPT, tenías razón.
—Siempre la tengo cuando se trata de chakras.
—¿Por qué sigo yendo a estas citas?
—Estás en proceso. A veces hay que pasar por el “karma” para valorar el “Café con papas”.
En casa, me metí en la ducha, me puse el pijama y dije:
—Mañana vuelvo a ser Annet-psicóloga. Pero el viernes… salgo al mundo.
—¿Otra cita?
—Sí. Y con suerte… sin chakras.
“Una cita con la promesa de que el mío está en alguna parte”
El viernes empezó con una sorpresa: al ponerme mi blazer favorito, encontré un caramelo de menta en el bolsillo. Empaquetado. Desconocido.