Guía Práctica para encontrar un buen esposo.

Capítulo 2: La Desmantelación del Muro

2.1: El sillón que desarma.

María Fernanda odiaba el consultorio de Clara con una intensidad que rayaba en lo irracional. No era el beige aséptico de las paredes, ese color neutro que pretendía ser calmante pero que solo conseguía recordarle a salas de espera hospitalarias. No era el silencio artificial, ese vacío sonoro que pesaba como plomo y obligaba a escuchar el ruido de tus propios pensamientos. No era siquiera el olor a lavanda sintética que emanaba de un difusor en la esquina.

Era el maldito sillón.

Ese sillón de cuero color caramelo, desgastado en los lugares correctos, con cojines que se hundían suavemente bajo tu peso. Demasiado cómodo. Demasiado profundo. Demasiado... acogedor. La clase de sillón que te invita a desmoronarte, a soltar la guardia, a dejar que las lágrimas que has estado conteniendo durante semanas finalmente encuentren su camino.

Y ella ya no podía permitirse ese lujo.

Cada vez que se sentaba—y llevaba ya ocho sesiones, ocho jueves consecutivos a las cinco de la tarde—sentía cómo la armadura que había forjado con facturas pagadas a tiempo, noches sin dormir revisando presupuestos, y decisiones frías tomadas con la cabeza y nunca con el corazón, se aflojaba en las costuras. Como si el simple acto de reclinarse en ese sillón activara algún mecanismo secreto que desataba todos los cierres de seguridad que había instalado meticulosamente alrededor de su corazón.

Y en su mundo, en el universo cuidadosamente construido donde había sobrevivido los últimos cuatro años, aflojarse era sinónimo de rendirse.

Así que se sentaba en el borde. Siempre en el borde. La espalda recta, las manos cruzadas sobre el regazo, los pies firmemente plantados en el suelo. Postura de batalla. Postura de quien está lista para levantarse y salir corriendo en cualquier momento.

Clara nunca comentaba sobre esto. Pero María Fernanda sabía que lo notaba. Clara notaba todo.

2.2: El bisturí de las preguntas correctas.

—Entonces, ¿las cajas hicieron su trabajo? —preguntó Clara, rompiendo el silencio inicial de la sesión.

Su voz era tranquila, casi conversacional. Pero la pregunta cortó el aire como un bisturí manejado por manos expertas. Preciso. Limpio. Directo al nervio.

María Fernanda se enderezó aún más, si eso era posible. Automáticamente. Como un soldado que escucha una orden en medio de la noche. Como si la postura correcta pudiera protegerla de la respuesta que estaba a punto de dar.

—Hicieron más que eso —dijo, y su voz sonó más controlada de lo que se sentía por dentro—. Me recordaron que mi mayor error no fue equivocarme de hombre. Cualquiera puede elegir mal. Eso es solo... mala suerte. Mal timing. Ingenuidad.

Hizo una pausa. Las siguientes palabras dolían más porque eran verdad.

—Mi mayor error fue creer que el sufrimiento era la moneda del amor. Que si dolía, era real. Que si me destruía poco a poco, era porque valía la pena. Que el amor verdadero requería sacrificio, y cuanto más te sacrificabas, más amor era. Como si hubiera una báscula cósmica donde yo ponía pedazos de mí misma en un lado y en el otro aparecía... ¿qué? ¿Validación? ¿Propósito? ¿La ilusión de ser indispensable?

Clara asintió. No tomó notas. Nunca lo hacía. María Fernanda había notado esto desde la primera sesión: Clara simplemente escuchaba con una intensidad que resultaba desconcertante. Como si cada palabra importara. Como si estuviera leyendo no solo lo que decías, sino lo que no decías. Los espacios entre las frases. Las pausas que revelaban más que los discursos.

—Y ahora que lo sabes... —dijo Clara, dejando que la frase colgara en el aire por un momento— ¿qué haces con el miedo?

2.3: El miedo como armadura.

—El miedo me protege —respondió María Fernanda de inmediato. Demasiado rápido. Como si hubiera ensayado esa respuesta. Como si fuera un mantra que se repetía cada noche antes de dormir.

—¿Te protege? —Clara inclinó ligeramente la cabeza— ¿O te paraliza?

María Fernanda abrió la boca para responder, pero Clara no había terminado.

—Déjame reformular la pregunta —continuó, y su voz seguía siendo suave pero cada palabra llevaba el peso de algo implacable, inevitable—. ¿Qué te paraliza más? ¿Volver a ser herida por alguien que resulta ser como tu ex, repitiendo el mismo patrón... o que esta vez la herida sea por algo que tú elegiste libremente? Por alguien que no se parece en nada a lo anterior. Por una relación que no tiene nada que ver con tu pasado. Porque si eso sale mal, no puedes culpar a la inexperiencia. No puedes decir que no viste las señales. Tendrías que admitir que simplemente... no funcionó. Y eso significaría que el problema tal vez no esté solo en elegir a las personas equivocadas.

María Fernanda sintió cómo el aire se le atascaba en la garganta, como si alguien hubiera apretado un tornillo invisible alrededor de su tráquea.

Esto. Esto era exactamente lo que odiaba de Clara: no le daba respuestas cómodas. No le ofrecía frases motivacionales para enmarcar y colgar en la pared. Le devolvía sus propias preguntas con más filo, pulidas y afiladas hasta que cortaban de verdad.

—Me aterra —confesó finalmente, odiando lo quebrada que sonaba su voz, odiando cómo las palabras salían entrecortadas, como si cada una pesara una tonelada— que alguien me trate bien. Genuinamente bien. Sin segundas intenciones.

Respiró profundo antes de continuar.

—Me aterra que alguien me respete. Que respete mis límites sin que tenga que pelear por ellos. Que me vea completa... con toda mi mierda, con todas mis cicatrices, con mi pasado y mi equipaje y mis noches de insomnio... y aun así me elija. No porque me necesite para llenar un vacío. No porque le guste la idea de "rescatar" a alguien. Sino porque genuinamente quiere estar conmigo.

Las lágrimas amenazaban con aparecer. Las contuvo con fuerza de voluntad pura.




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