La madre de la poetisa caminaba por toda la casa desesperada y enfurecida por hallar el paradero de su hija. Mientras tanto, la empleada seguía con sus deberes importándole en absoluto la preocupación de su patrona.
—¡Brígida Soarez de Souza! —gritaba la mujer con furor,como si quisiera ser escuchada por su hija —¿en dónde estás?
Joao también estaba irritado y como era de esperarse, sentía ansias por golpear a su prometida.
—Cuando te encuentre, juro que te daré una buena tunda que desearás no haber nacido —balbuceaba mirando el enorme retrato de Brígida colgado sobre la pared. —el rojo de tu vestido en esta foto me hace sentir anhelo de matarte de ser necesario.
Joao no podía ocultar su enojo, empuñaba sus manos y su respiración se aceleraba con cada segundo que transcurría mientras su mirada de odio, de incomparable aversión, se anclaba sobre aquel retrato de Brígida, a quien a partir de entonces calificaba como una mujer soez.
Al tiempo que Anarda y Joao padecían por causa de la incertidumbre, Renata, la escritora, había llegado a saludar a su viejo amigo Gustavo. El músico seguía en su hábito de lectura buscando inspiración para continuar redactando su obra literaria, la cual deseaba fervientemente publicar muy pronto y cumplir su otro sueño.
—Señor —llamó Cristiano —la señorita Renata está aquí y desea verlo.
Gustavo sintió mucha emoción y lleno de regocijo le pidió al mayordomo hacerla pasar al jardín.
—¡Gustavo Do Nascimento! —exclamó la mujer.
—Mi estimada Renata De Souza —habló el músico extendiendo sus débiles brazos para recibir a su amiga. —¡Qué dicha volver a verte!
—¡Igualmente! —respondió la escritora mientras abrazaba al caballero.
Cristiano se acercó para brindarles té de hierbabuena, pues era el favorito de Renata. Acto seguido, el mayordomo se retiró para dejarlos platicar. Renata le contó a Gustavo sobre sus viajes a América del Sur y Asia oriental, dando a conocer sus obras.
El pianista en su silencio habitual, la escuchaba atentamente, demostrando mucho interés y brindando una tierna sonrisa. Habiendo terminado de contar su travesía, Renata le preguntó a su amigo por su libro y sus composiciones.
El pianista le contó su reciente viaje a España y lo elegante que estuvo el evento de Orlando de Castilla. Por razones personales, Gustavo se abstuvo de hablar sobre Brígida a Renata, pese a que ignoraba el parentesco de su mejor amiga con su amada poetisa.
Luego de risas y una larga conversación sobre los viejos tiempos, Renata se levantó y se despidió de Gustavo, dejando saludos a la señora Dilma quien en ese momento había salido a comprar perfumes y plantas aromáticas para ponerlas por toda la casa.
Gustavo acompañó a Renata hasta la puerta y regresó al jardín en donde seguía con su pasatiempo favorito. Sumido en aquellas líneas, el músico pudo olvidarse de Brígida. De poirot, se levantó y a paso veloz se dirigió a su habitación en donde permaneció casi una hora escribiendo su libro.
Cuando el reloj marcaba las once y quince de la mañana, la madre de Gustavo regresó a casa. El músico seguía en su oficio cuando la señora Dilma llamó a su puerta.
—Voy —pronunció el pianista poniéndose de pie con mucha paciencia.
Dilma esperó a que su hijo abriera, mientras tanto, la mujer observaba su esmalte de uñas color vinotinto el cual lucía perfecto en sus uñas no tan largas. Finalmente, Gustavo abrió la puerta y saludó a su madre.
—Lamento interrumpirte, hijo. Sé que has estado trabajando en tu libro —habló la señora Dila con pena —pero escuché un rumor sobre Brígida en la plaza.
—¿Qué ocurrió? ¿Qué fue lo que escuchaste? —cuestionó Gustavo demostrando mucha preocupación.
—Al parecer está desaparecida —respondió Dilma provocando aún más la sensación de desasosiego en su hijo. —aunque, muy atrevidamente te puedo decir que esa pobre joven huyó de esa casa.
—¿Huir? —Gustavo frunció el ceño muy confundido —¿Por qué haría tal cosa?
—Dicen las malas lenguas que Brígida sufre de malos tratos desde que su padre falleció, pero no puedo ratificar tal afirmación. Creí que tal vez sabías algo al respecto.
Gustavo negó tener conocimiento de tal cosa, aunque no podía disimular su preocupación por la poetisa, pareció restarle importancia. Así que, volvió a su oficio y mientras escribía los párrafos de aquella historia producto de su imaginación, el músico se propuso a sí mismo no pensar en ella sin importar nada.
Mientras tanto, Brígida permanecía oculta en casa de los Muller esperando la llegada de su prima. Renata no llegó hasta la casa de Anarda, pues no tenía una buena relación con su tía. A eso de las once y cincuenta, la escritora llegó a casa y se encontró con su prima llena de moretones y muy acongojada.
—¡Mírate, Brígida! —dijo la mujer con tristeza —tú no solías ser así. Estás muy apesarada, tan mohína que casi no te puedo reconocer. Solías ser tan alegre y gozosa de niña y ahora solo veo melancolía y desconsuelo en tu ser. —suspiró a punto de llorar. —dime prima, ¿qué te han hecho en esa casa?
Brígida rompió en llanto, con la voz entrecortada y el rostro empapado le contó a su prima con detalles todo lo que Joao le hacía y la indiferencia de su madre ante el abuso físico y psicológico que padecía.