A la mañana siguiente, el primer rayo de sol tocaba las verdes hojas llenas de gotas de rocío en el jardín de la casa Do Nascimento. Gustavo y su madre se disponían a desayunar pan integral acompañado de jugo de naranja.
El pianista se notaba distinto aquella mañana; sonreía con ternura y sus ojos brillaban como nunca antes lo habían hecho. Gustavo no se veía de ese modo desde la muerte de su padre.
—No veía una auténtica sonrisa en ti por muchos años, hijo mío —comentó Dilma —me hace tan feliz verte de ese modo. ¿Acaso es por Brígida?
—¿Qué te hace pensar eso? —respondió Gustavo ante la pregunta tan obvia de su madre, pero lo hizo de forma tierna y a la vez irónica.
En ese momento, la poetisa salió hacia el jardín para saludar. Brígida sentía algo de pena, pues creyó que había llegado en mal momento.
—Lamento mi imprudencia —manifestó la joven.
—¡Oh, no! Ninguna imprudencia —habló Dilma poniéndose de pie —siéntate aquí con mi hijo, yo debo hacer algunas cosas que tengo pendiente. Pediré que te sirvan el desayuno.
Gustavo entendió lo que su madre estaba haciendo, sin embargo siguió actuando con normalidad. El incómodo silencio dominaba el lugar, hacía que el pianista se sintiera un poco nervioso ante la presencia de Brígida. Por su parte, la poetisa notó la actitud de Gustavo y para romper el hielo, hizo una pregunta, la primera en llegar a su mente para entablar una conversación.
—Dígame, señor Gustavo, ¿alguna nueva composición?
—En realidad estoy escribiendo un libro —respondió el músico con orgullo —es una historia de amor no correspondido.
—¿Por lo menos tendrá un final feliz?
Gustavo sonrió y le dijo a Brígida que aún no lo decidía. Luego, invitó a la poetisa a su salón de música para mostrarle algo.
—Mentí, en realidad también estoy trabajando en una nueva sonata. ¿Quieres escucharla?
—¿De verdad? —cuestionó la joven muy emocionada —es un honor para mí.
Ambos se levantaron en cuanto la poetisa terminó el desayuno y encaminaron sus pasos hacia el salón ubicado al fondo del jardín. Allí, Brígida tomó asiento mientras Gustavo se disponía a tocar una hermosa melodía. Gustavo se ubicó frente al piano, tronó sus dedos como de costumbre y acto seguido los posó sobre el teclado de marfil de aquel enorme instrumento de color negro.
Brígida escuchaba cada nota, cerró sus ojos e imaginó un enorme prado repleto de flores blancas, bailando en compañía de un joven caballero.
Gustavo por su parte se sentía muy feliz de tocar aquella sonata para Brígida. Creía que, a través de la melodía expresaba la joven todo lo que sentía por ella aunque la poetisa no se diera cuenta de ello.
Al finalizar, el músico dejó sus manos reposar sobre el teclado. Tenía la mirada fija en sobre estas y suspiraba como si quisiera levantarse y besar a aquella dama, pero su timidez no le permitía hacer tal cosa. De pronto, la voz de Brígida lo hizo reaccionar.
—Debo agradecer una vez más por permitirme escuchar tan hermosa pieza. Sin duda, esta sonata conquistará el corazón de muchos así como lo hizo con el mío. No me canso de repetir lo mucho que admiro su arte, Dios lo ha bendecido con semejante talento.
A lo que Gustavo respondió —muchas gracias, Brígida. También debo decir que ha sido usted bendecida con el don de crear poesía. De hecho, adoré su último poemario sobre el amor. Qué afortunado es el señor Joao al tenerla.
Brígida bajó la mirada y quebró en llanto, por lo que Gustavo, muy asustado se levantó y se acercó con ligereza a ella para consolarla.
—¿Dije algo malo?
—No, en absoluto —respondió Brígida haciendo que Gustavo se tranquilizara un poco —es que en realidad soy una desdichada.
—No lo eres —habló el pianista demostrando empatía,acto seguido, se sentó junto a ella y le dijo —por desgracia no han sabido valorarte y ahora me he dado cuenta. ¿Al menos tienes amigos?
—Solo cuento con Renata.
—Que deprimente, me refiero a que no tengas amigos —aclaró el músico —¿me aceptarías como tu amigo?
Brígida sonrió, en ese momento la poetisa descubrió que Gustavo no era extraño, solo que al igual que ella también era alguien solitario. La joven no protestó ni pensó quería socializar con gente diferente a su madre o a Joao, pues estos le tenían terminantemente prohibido hablar con alguien más y si lo hacía, debía estar uno de los dos presente para vigilar a la joven.
La poetisa sonreía con ternura, pero al mismo tiempo sentía algo de vergüenza ante la cálida mirada de aquel músico que tanto admiraba. Gustavo en su silencio se percató de aquello y pensó en algo que quizá podría calmar a la joven. El pianista supuso que su idea tal vez serviría de inspiración para que Brígida creara un nuevo poema.
—Te propongo algo, espérame esta noche en el pasillo en cuanto el reloj marque las ocho y cuarenta.
A lo que Brígida comentó frunciendo el ceño —¿Por qué a esa hora?
—Ya lo sabrás.
El músico se puso de pie y se dirigió a un estanto deestilo victoriano de color caoba ubicado en un rincón del salón. Allí, Gustavo guardaba libros y cuadernos sin usar para sus futuros escritos o composiciones musicales. El hombre tomó un cuaderno de pasta blanca y se lo obsequió a Brígida.