—¡Maldita sea! —gritaba Joao golpeando la mesa y arrojando las copas de vidrio, cegado por el enojo al ver que la madre de su rival estaba libre —ese maldito músico siempre saliéndose con la suya.
Anarda no hacía más que temblar sobremanera al ver a Joao convertido en un ente sin capacidad de razonar. Es como si un demonio lo hubiese poseído. En ese instante, la mujer comenzó a sentir miedo por su vida y más tarde vivió en carne propia el mismo infierno que su hija tiempo atrás.
Sin advertencia, Joao la sujetó del brazo con fuerza, haciéndola tambalearse. Su agarre era como una garra de hierro que le clavaba los dedos en la piel. La rabia en su rostro era palpable.
Joao no se detuvo ahí. La empujó contra la pared con sus dedos apretando su cuello. Anarda luchó por respirar, sus manos estaban temblorosas tratando de apartarlo, pero no tenía la fuerza suficiente. Las lágrimas comenzaron a brotar, no solo por el dolor físico, sino por la humillación, por el miedo y la desesperanza.
Anarda recibió un fuerte porrazo en el rostro, ella estaba indefensa ante la ira de Joao. La mujer sin poder articular palabra, tenía los ojos llenos de terror y su cuerpo temblaba. Joao la soltó bruscamente, dejándola caer al suelo, donde permaneció encogida, temblando. Mientras él se alejaba, Anarda se quedó ahí, intentando recuperar el aliento, pero sintiendo que algo en su interior se rompía aún más.
—Y pensar que alguna vez obligué a mi hija a aceptarte —musitó.
Joao volteó al escuchar aquellas palabras acompañadas de un tono de odio.
—¿Olvidaste que tú permitías que la corrigiera? ¿Cuántas veces no buscó refugio en tí y no hiciste nada, Anarda?
Anarda permaneció en el suelo por lo que parecieron horas, incapaz de moverse. La luz tenue de la lámpara cercana proyectaba sombras que se alargaban y se retorcían en las paredes, como si la misma oscuridad quisiera atraparla. El dolor en su mejilla palpitaba, pero era insignificante comparado con la angustia que sentía en su corazón.
Finalmente, con un esfuerzo titánico, Anarda logró levantarse. Se apoyó en la pared, sintiendo sus piernas temblar como si fueran de papel. Sus ojos recorrieron la habitación, buscando una salida, cualquier cosa que pudiera darle un respiro, una esperanza.
Se movió lentamente hacia el espejo que colgaba sobre la chimenea. Al ver su reflejo, se encontró con una mujer irreconocible, sus ojos hinchados y la marca roja en su mejilla y cuello siendo un testimonio mudo del horror que había vivido. Pero no era solo el dolor físico lo que la atormentaba; era el peso de las decisiones que había tomado, de cómo había permitido que su vida al igual que la de su hija se desmoronaran hasta este punto.
Las palabras de Brígida resonaban en su mente. Su hija había mostrado un coraje que ella misma no había tenido. Brígida había luchado contra Joao, había hablado en público, revelando las verdades que ella había escondido por tanto tiempo. La vergüenza y la culpa la asaltaron con una fuerza que casi la hizo caer de nuevo.
Pero junto a esa vergüenza, algo más comenzó a surgir en el pecho de Anarda: la rabia. No la rabia irracional que Joao desataba, sino una furia fría y calculada, nacida del dolor y la injusticia. Durante años, había permitido que Joao controlara y maltratara a su hija, pero ahora se daba cuenta de que había llegado a un límite.
Estando sola en el lugar, lloraba desconsolada arrepintiéndose de todo el mal que le causó a su única hija por culpa de Joao.
—Tengo que salir de aquí—susurró mirando hacia todas las direcciones pensando en hallar la salida.
Anarda sabía que su tiempo era limitado. Con cada segundo que pasaba, el riesgo de que Joao descubriera su intento de traición aumentaba. Su corazón latía desbocado mientras deslizaba el viejo teléfono móvil en el bolsillo de su abrigo y se dirigía hacia la puerta principal. Cada paso que daba resonaba en la casa vacía, como si incluso las paredes estuvieran al tanto del peligro que se avecinaba.
Abrió la puerta con cautela, mirando en ambas direcciones antes de salir al exterior. El aire fresco de la noche le golpeó el rostro, despejando un poco su mente nublada por el miedo y la adrenalina. Aceleró el paso, alejándose de la casa que había sido su prisión durante tanto tiempo. Las sombras de los árboles la envolvían, pero se sentía extrañamente segura bajo su amparo.
Sin embargo, la seguridad que había sentido momentáneamente se desvaneció cuando escuchó el sonido de un motor acercándose. Era Joao. Su coche doblaba la esquina, y el terror se apoderó de ella. No había tiempo para pensar. Se lanzó a un pequeño sendero lateral, ocultándose entre los arbustos mientras el coche pasaba lentamente por la calle. Los faros del vehículo iluminaban el camino frente a ella, y Anarda contuvo la respiración, temiendo que su agitación la delatara.
El coche se detuvo a pocos metros de donde se escondía, y el silencio que siguió fue ensordecedor. Sabía que Joao podía intuir que algo no estaba bien. Tal vez ya había notado su ausencia en casa, o tal vez su instinto violento lo había llevado a sospechar que ella estaba tramando algo.
La voz de Joao resonó en la oscuridad, cargada de amenaza.
—¡Anarda! Sé que estás por aquí. No juegues conmigo, mujer. ¡Sal de donde estés o te juro que las cosas se pondrán peor para ti!