En la privacidad de aquel salón remoto, Gustavo, con el deseo de animar a Brígida, tuvo una idea que podría aliviar el peso que ambos llevaban. En una de las esquinas, descansaba un viejo tocadiscos que había pertenecido a su abuelo, un objeto lleno de recuerdos y nostalgia. Caminó hacia él, con una suave sonrisa en el rostro, y seleccionó un disco de jazz suave, uno de esos que sabía podía cambiar el estado de ánimo con solo unos acordes.
Colocó el vinilo en el tocadiscos, y en cuanto la aguja tocó la superficie, una melodía cálida y envolvente comenzó a fluir por la habitación. Los suaves acordes de un saxofón y el ritmo delicado del contrabajo llenaron cada rincón, transformando el ambiente sombrío en algo más íntimo, casi mágico.
Gustavo se acercó a Brígida, extendiendo su mano hacia ella con una mirada que hablaba de comprensión y consuelo.
—¿Me concedes esta pieza? —le susurró, su voz estaba cargada de un cariño profundo.
Brígida, con los ojos aún húmedos pero con una sonrisa tímida, tomó la mano de Gustavo. Se levantó y, sin decir una palabra, dejó que él la guiara. Con cada paso, el peso de sus preocupaciones parecía desvanecerse poco a poco, sustituido por la calidez del momento.
Se movieron al compás de la música, sus cuerpos casi pegados, como si la melodía los envolviera en un abrazo invisible. Los movimientos de Gustavo eran lentos y considerados, cada giro, cada paso, diseñado para transmitirle paz. Brígida apoyó su cabeza en su pecho, sintiendo el latido constante de su corazón, y por un instante, todo el dolor y la confusión se desvanecieron.
La música causó en Gustavo ciertas sensaciones y al tener a Brígida pegada a su cuerpo, comenzó a inquietarse. Por momentos la miraba en silencio sin que ella se diera cuenta, sonreía con ternura y jugaba con los tirantes de su blusa roja escarlata que, ante los ojos del pianista, la hacía ver mucho más hermosa.
—Mi Brígida, mi musa —susurró al oído de la joven con la respiración agitada.
Brígida se estremeció ligeramente al escuchar sus palabras, sintiendo cómo la intensidad del momento aumentaba con cada segundo. Sin decir una palabra, cerró los ojos, dejando que el susurro de Gustavo y la suave melodía los envolvieran, creando un espacio donde solo existían ellos dos, unidos por un amor que, aunque nacía en medio del caos, se sentía inquebrantable.
Por su parte, Gustavo estaba atrapado en el fuego de sus propios deseos. Cada parte de su ser anhelaba a Brígida de una manera que le resultaba casi imposible de controlar. La suavidad de su piel bajo sus dedos, la fragancia que emanaba de su cabello, y la manera en que se acurrucaba contra él lo llevaban al borde de la razón. Era la segunda vez que sentía ese tipo de conexión tan intensa con ella, y la idea de poder hacerle el amor nuevamente, de entregarse mutuamente en cuerpo y alma, lo tentaba de una manera que nunca antes había experimentado.
Gustavo inclinó la cabeza y depositó un beso en el cuello de Brígida, dejándolo correr con lentitud mientras sus manos la rodeaban con más fuerza. Quería que ella supiera cuánto la deseaba, pero también cuánto la amaba, cómo cada gesto, cada mirada, significaba algo más profundo que el simple deseo.
—Te amo —murmuró contra su piel, con una voz que apenas era un susurro, pero que contenía toda la intensidad de sus sentimientos.
Brígida sintió cómo esas palabras la atravesaban, despertando en ella una mezcla de emociones. Abrió los ojos lentamente, encontrando los de Gustavo llenos de anhelo y ternura. Aunque sabía que estaban en medio de una tormenta de problemas y desafíos, en ese momento todo lo demás desapareció. Era solo ella, Gustavo, y el amor que compartían, un amor que, aunque frágil, parecía capaz de resistir cualquier cosa.
Y en esa conexión, en esa entrega mutua, encontraron un respiro, una tregua en medio del caos, donde podían ser simplemente ellos, sin miedo, sin barreras, solo dos almas que se encontraban en el lugar y el momento correctos.
En medio de aquella escena de romance y deseo, la puerta interrumpió aquel intento del pianista de ser dueño de la poetisa por segunda vez. La prima de Brígida les comentó que las noticias hablaban de Anarda y que se había entregado a las autoridades al darse cuenta del grave error y del infierno que padeció su hija por tanto tiempo a causa de su indiferencia.
—¿Se entregó? —cuestionó Brígida estupefacta ante las palabras de su prima —¿Y Joao?
—Joao sigue sin ser capturado, pero al menos sabemos que las autoridades podrán dar con su paradero si mi tía colabora.
Gustavo miró a Brígida con preocupación. Sabía que la joven estaba afectada por las acciones de su madre y debía hacer algo para hacerla sentir mejor.
—Brígida —dijo con voz suave, tomando sus manos entre las suyas—, sé que esto es un golpe duro para ti, pero es un paso necesario. Tu madre ha reconocido su error, y eso es un comienzo. Lo que importa ahora es que tú te mantengas fuerte.
—Tengo que ir a verla, Gustavo —dijo de repente, hablando con determinación—. Necesito hablar con ella, necesito entender por qué lo hizo.
Gustavo la miró con preocupación, pero también con comprensión. Sabía que Brígida necesitaba este cierre, aunque sería doloroso.
—Iremos juntos —le aseguró, ofreciéndole su apoyo incondicional—. No tienes que enfrentarte a esto sola.