Los días pasaron y Gustavo no sabía del paradero de Brígida. Las autoridades tenían pocas pistas, pero una mañana, Gustavo recibió una nota en la que le decían que en realidad, su musa estaba en aprietos. Joao tuvo la desfachatez de firmar la nota con su nombre ya que, estaba confiado en que jamás lo encontraría, pues en muchos meses la policía no había podido encontrarlo.
Cuando Gustavo recibió la noticia, un torrente de emociones lo invadió: incredulidad, miedo, pero sobre todo, una ira incontrolable. Había jurado proteger a Brígida, ser su refugio, y ahora, en un solo instante, sentía que todo su mundo se tambaleaba. ¿Cómo había podido alguien llevarla sin que él lo notara? ¿Cómo se atrevía Joao a acercarse a ella otra vez, después de todo lo que le había hecho?
Sin perder un segundo, Gustavo comenzó a hacer llamadas frenéticas, buscando toda la ayuda posible para localizar a Brígida. Cada minuto sin respuestas lo volvía más impaciente, sus pensamientos consumidos por la desesperación y la furia. Con cada paso en falso, con cada línea muerta, la furia en su interior solo aumentaba.
Finalmente, se detuvo un momento, cerrando los ojos, y murmuró, como una promesa inquebrantable:
—Voy a encontrarte, Brígida. Y haré que Joao pague por esto.
Decidido y sin perder tiempo, Gustavo llegó a la prisión, con la mente fija en lo que debía hacer. Al cruzar los pasillos sombríos, su paso era rápido y firme, cada paso resonaba como una declaración de su desesperación y furia contenida. Cuando llegó al cubículo de visitas, vio a Anarda a través del vidrio. Ella lo observaba con una mezcla de desdén y sorpresa, pero él no estaba ahí para juegos.
Tomando el teléfono para comunicarse a través del cristal, Gustavo fijó su mirada en la de Anarda, cargada de reproche y un fuego que ni ella pudo ignorar.
—Tu hija está en peligro, Anarda. Joao la ha secuestrado, y no me detendré hasta encontrarla —dijo, sin un rastro de temblor en su voz.
Anarda esbozó una media sonrisa, casi sarcástica.
—¿Y qué esperas que yo haga? —respondió, sus palabras impregnadas de desinterés.
Gustavo no podía creer la frialdad en sus ojos, la misma mirada que probablemente había usado para justificar su odio por él y sus intentos por separarlos.
—Escucha, Anarda. Puede que no sientas nada por mí, pero Brígida es tu hija. Ella no merece esto, y tú lo sabes. Ayúdame, dime si sabes algo de Joao. Si de verdad alguna vez amaste a tu hija, ahora es el momento de probarlo.
La presión de sus palabras hizo que Anarda desviara la mirada por un instante. Parecía debatirse internamente, aunque seguía manteniendo una postura impenetrable.
Anarda exhaló lentamente, desviando la mirada con un atisbo de remordimiento. Durante unos segundos, pareció sumida en pensamientos, como si cada palabra de Gustavo hubiera despertado una inquietud que intentaba silenciar.
—La última vez que Joao me visitó… —comenzó, con la voz baja y temblorosa—, mencionó una casa en las afueras, una propiedad de su familia. Está cerca del río, en una zona poco transitada.
Gustavo se inclinó hacia el vidrio, escuchando cada palabra con intensidad. Anarda lo miró fijamente, y aunque en su expresión se veía una lucha interna, finalmente continuó.
—Busca en la carretera vieja que sale hacia el norte. Es una casa grande, de paredes desgastadas… Pero te advierto —añadió con un destello de dureza en sus ojos—, Joao no se quedará de brazos cruzados. Está obsesionado con Brígida, no va a dudar en hacer lo que sea necesario para mantenerla bajo su control.
Gustavo apretó los puños, luchando por controlar la rabia que hervía en su interior. Sin embargo, una leve chispa de esperanza brilló en su mirada al tener por fin una pista concreta.
—Gracias, Anarda. Tal vez ya no haya paz entre nosotros, pero te prometo que voy a encontrar a Brígida y sacarla de allí —dijo, antes de marcharse sin mirar atrás.
Mientras él se dirigía a esa ubicación, la preocupación de Anarda quedó latente. A pesar de su resentimiento y todos los años de frialdad, el remordimiento que la perseguía se había convertido en una especie de carga pesada en su pecho.
Gustavo llegó a la comisaría con un solo pensamiento en mente: salvar a Brígida, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para lograrlo. Al entrar, su mirada, llena de desesperación y rabia, alertó de inmediato a los agentes.
—¡Necesito su ayuda! —exclamó, casi sin aliento—. Sé dónde está Joao, y Brígida está en peligro. No podemos perder tiempo.
Les explicó cada detalle de la información que Anarda le había dado, describiendo la casa con precisión y urgencia. Los agentes, reconociendo la gravedad del asunto y el estado de Gustavo, reunieron rápidamente a un equipo para la operación.
Al iniciar el trayecto hacia la casa, Gustavo no dejó que nadie intentara convencerlo de quedarse atrás. Insistió en ir con los agentes, su determinación inquebrantable. Aunque su presencia representaba un riesgo, la intensidad de su mirada dejó claro que nada lo haría retroceder.
Mientras se acercaban al lugar, cada kilómetro aumentaba la tensión en el ambiente. Gustavo, sentado al lado de los oficiales, casi parecía poseído por una furia contenida, apretando los puños con fuerza. Los agentes intercambiaban miradas, sabiendo que no era solo una misión de rescate, sino una oportunidad para enfrentar a Joao de una vez por todas.