La tensión era palpable en el apartamento que Gustavo y Brígida compartían. Los días habían pasado desde la noticia de la fuga de Joao, pero cada minuto se sentía como una eternidad. Gustavo se encontraba sentado en el piano, golpeando las teclas de manera errática, incapaz de componer ni una sola nota coherente. Su mente estaba atrapada en una única idea: proteger a Brígida, pero esta vez, sin depender de nadie más.
Brígida, preocupada por el estado de ánimo de Gustavo, lo observaba desde la cocina. Sabía que algo lo inquietaba profundamente, pero no imaginaba hasta qué punto. Finalmente, dejó lo que estaba haciendo y se acercó a él.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó con dulzura, colocando una mano en su hombro—. Desde que escuchamos la noticia, no eres el mismo.
Gustavo dejó caer las manos sobre las teclas, generando un sonido discordante. Se giró hacia ella, con los ojos cargados de ira.
—Estoy cansado, Brígida. Cansado de que Joao siga siendo una amenaza en nuestras vidas. De que la policía no sea capaz de detenerlo de una vez por todas. Esto no puede seguir así.
Brígida frunció el ceño, sintiendo una mezcla de preocupación y temor comenzando a formarse en su interior.
—¿Qué estás diciendo? —susurró—. ¿Qué piensas hacer?
Gustavo se puso de pie y comenzó a caminar de un lado a otro, como si buscara ordenar sus pensamientos. Finalmente, se detuvo frente a ella con sus manos temblando levemente.
—Voy a encontrarlo yo mismo. No voy a esperar a que alguien más lo haga. Si la justicia no puede encargarse de él, lo haré yo.
—¡No! —exclamó Brígida, dando un paso hacia él y tomándolo por los brazos—. Gustavo, por favor, no digas eso. No puedes enfrentarlo solo. Joao es peligroso, no sabes de lo que es capaz.
—¿Y qué esperas que haga, Brígida? —replicó Gustavo con su voz cargada de frustración—. ¿Quedarme aquí, esperando a que aparezca de nuevo y te haga daño? No, no voy a permitirlo. No esta vez.
Brígida lo miró con lágrimas en los ojos, entendiendo el dolor y la desesperación que lo impulsaban, pero también consciente de los riesgos.
—Lo entiendo, Gustavo, pero no podemos caer en su juego. Si actúas por tu cuenta, podrías terminar peor. Déjame ayudarte. Podemos encontrar otra manera, juntos.
Gustavo bajó la mirada, luchando contra el torbellino de emociones que lo consumía. Sabía que Brígida tenía razón, pero la idea de quedarse de brazos cruzados lo atormentaba. A pesar de ello, la fuerza en los ojos de Brígida le recordó por qué estaba luchando: por ella, por su amor, por su futuro.
—Está bien —murmuró finalmente, tomando sus manos—. No haré nada sin hablar contigo primero. Pero prométeme que si algo ocurre, no dudarás en protegerte.
Brígida asintió, abrazándolo con fuerza. Sabía que aquella promesa era frágil, pero por ahora, era suficiente para calmar las aguas. Mientras tanto, ambos se preparaban para enfrentar lo que fuera que el destino les tenía preparado, sabiendo que juntos eran más fuertes que cualquier amenaza.
Brígida comprendió que la furia y la frustración de Gustavo no solo nacían del peligro que representaba Joao, sino también de su profundo amor y deseo de protegerla. Quería calmarlo, devolverle un poco de paz y recordarles a ambos que su conexión era su mayor fortaleza.
Se acercó a él lentamente, tomando su rostro entre las manos. Sus ojos se encontraron, y Brígida vio el torbellino de emociones en los de Gustavo: preocupación, amor, y una determinación feroz que lo consumía.
—Gustavo —susurró con suavidad—, no estás solo en esto. No tienes que cargar con todo tú mismo.
Antes de que él pudiera responder, Brígida se inclinó y lo besó con ternura. Fue un gesto que buscaba más que consuelo: era un recordatorio de su amor, de su alianza inquebrantable. Gustavo cerró los ojos, permitiendo que la calidez de ese beso disipara momentáneamente la oscuridad que lo atormentaba.
Brígida lo guió hacia el sofá, dejando que sus labios se encontraran una y otra vez, cada beso más profundo que el anterior. Sus manos acariciaron suavemente el rostro de Gustavo, bajando lentamente por su cuello y sus hombros, como si quisiera aliviar el peso que llevaba consigo.
—Déjame cuidar de ti esta noche —murmuró Brígida contra sus labios, su voz suave y cargada de amor.
Gustavo la miró, sus ojos brillando con una mezcla de deseo y gratitud. Asintió en silencio, dejando que Brígida tomara la iniciativa. Ella lo guió con delicadeza hacia su habitación, sus caricias volviéndose cada vez más íntimas y apasionadas. En ese espacio, lejos del mundo exterior y sus problemas, se entregaron completamente el uno al otro.
Cada beso, cada toque, era una promesa silenciosa de que enfrentarían lo que fuera juntos. Esa noche, en la intimidad de su amor, Gustavo encontró la calma que tanto necesitaba, mientras Brígida le recordaba que, a pesar de los peligros que los rodeaban, su amor era un refugio inquebrantable.
La habitación estaba envuelta en un silencio cargado de tensión, roto solo por los suspiros entrecortados que escapaban de Brígida. La penumbra se mezclaba con la cálida luz de la lámpara, bañando sus rostros con un resplandor íntimo. Gustavo, de pie frente a ella, apenas podía apartar la mirada de sus ojos; había algo hipnótico en cómo lo observaba, como si cada pensamiento oscuro en su mente se disolviera bajo el peso de su mirada.