Sus gritos me penetran la cabeza como filo duro, mis manos tiemblan, mientras le observo, sus ojos se desvían hacía mí y me mira; con el rostro compungido de dolor; con la esperanza por los suelos, lo sabe, ella lo sabe.
Aprieto los ojos, intentando contener las lágrimas, pero estás ruedan por mis mejillas, sin que pueda detenerlas, no hay nada que pueda hacer, más que observar.
Ella vuelve a gritar, la sangre me mancha la falda blanca del vestido, es oscura y espesa, las luces parpadean, ella solloza y toma mi mano, buscando un consuelo que no puedo darle, yo no debería estar aquí, de todas las personas en el mundo, yo debería ser la última opción.
Hay un nuevo grito, otro esfuerzo y un estruendoso relámpago ilumina el oscuro cielo sobre nosotras, va a llover pronto, vuelvo a mirarle, pensando en la última vez que estuvimos a solas en una habitación, en ese momento, desee con todas mis fuerzas que algo malo le pasará, que la sacarán de nuestras vidas y nunca más volviéramos a verla, fui estúpida, infantil.
—Un último esfuerzo. —murmura, sonriéndome.
Más lágrimas desbordan mis ojos, la culpa y desesperación me burbujean en el estómago.
—Hey, está bien. —dice, dándome un fuerte apretón de manos. —Todo está bien.
Le doy una sonrisa intentando infundarle un valor que no tengo, esto no está bien, no es justo, esto no debería de estar pasando. No a ella.
El familiar cosquilleo en el vientre me obliga a ahogar un sollozo, ella grita, dando un último esfuerzo, entonces, un vórtice nos absorba a ambas y a todo sonido que viene después de esto, cuando mis piernas sienten de nuevo el frío suelo, no puedo contener más mis sollozos y estos salen desgarradoramente por mi garganta, no puedo abrir los ojos.
No puedo verla, ahí, recostada, sin vida.
No puedo.
Mi mente viaja a ese día, cuando ese sujeto apareció en la puerta de nuestra casa y dijo:
"No la dejen morir."
Y ahora, está muerta.