Hasta la eternidad

Undécimo acto

El tacto de sus labios en mi clavícula. Las yemas de sus dedos recorriendo mi columna vertebral. Sus piernas entrelazadas con las mías.

—No me dejes nunca —sollozo con los ojos inundados.

—Jamás.

—Bésame.

—¿Dónde? —Arrastra los labios por la delicada piel de mi cuello.

—Por todas partes.

Sus manos son tan conocedoras de mi cuerpo que tan solo he de cerrar los ojos y sentir. Encojo los dedos de los pies ante sus expertos movimientos. La piel de gallina. Jadeos que salen de mi boca y se mezclan con mis angustiosos llantos. ¿Está bien experimentar tal cantidad de placer sabiendo que una persona muerta ocupa el maletero del coche que hemos robado?

—Estás bien —susurra rodeándome con sus brazos—. Estamos bien. Preferiría morir antes que perderte.

—Yo también.

Su boca sella un pacto invisible a través de un beso. Un pacto cuyo destino pronto descubriremos.




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