Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo dos – “Casa de silencios”

Al paso de los diás empiezo a adaptarme, o a intentarlo al menos, esta “nueva vida” parece quedarme grande, pero proviniendo de un país pequeño donde todos se conocen entre todos Verona es gigante. Aunque no eso lo hace menos especial, el temor es parte de todo esto desde que inicie, pero ahora trato de agarrarlo de la mano y salir a caminar con él al solecito de verona por el patio. Cada mañana es distinta, desde que estoy acá habitan dos versiones de Alana, una la uruguaya que ahora esta en Italia, y otra: La chica nueva, recién llegada de intercambio desde Uruguay hasta Verona que se encuentra en penúltimo año.

Esto hace que de cierta forma me sienta dividida, en principio está la Alana que se despierta entusiasmada lista para descubrir algo nuevo, alguna palabra que antes no conocía, alguna tradición o novedad. Y luego esta la otra, la que siente todo como ajeno y la que cuando sus padres llaman trata de que no se den cuenta de que hay una parte de mi a la que se le está haciendo un poco grande todo esto.

Aun así cuando me levanto trato de ejecutar siempre la misma rutina para asi tener un poco del orden que antes tenía en Uruguay, en principio apenas me levanto abro las contraventanas, entonces el cálido aire del verano de aquí entra como un golpe peculiar, aun extraño, pero suave, mezclados con el olor a césped recién cortado y a lo que parece ser el aroma de las flores de Elena las que aún no conozco con exactitud.

En cambio el olor de los cigarrillos no cambian ni aquí ni en mi país, es a lo único que me encuentro habituada, un mal hábito que los italianos parecen conocer a la perfección pues tanto Giovani, como la mayoría de los hombres y muchísimas mujeres fuman cajas de cigarrillos como quien come golosinas sin importar el daño que les haga o lo caro que esté, sin importar el tipo o la marca, si son mentolados o de otro sabor, les dá igual, simplemente fuman, lo cual es extraordinario si tenemos en cuenta que estamos en el dos mil treinta y cuatro y a esta altura ya todo el mundo sabe la mugre que es, y las cosas que lo componen, pero hacen caso omiso.

Con el correr de los días trato de ponerle empeño a este proceso de adaptación, hago el intento porque este sea un proceso organizado, pero lo extraño de la adaptación es que al menos en mi caso no se siente un proceso tranquilo, sino mas bien caprichoso: avanza, retrocede, me envuelve, vuelve a retroceder avanza, me sacude, avanza y retrocede una vez mas, no hay una magnitud de la que pueda jactarme para medir cuan adaptada estoy o no, no existe.

Hay mañanas como estas donde siento que Verona me hace parte de su rutina y yo me hago parte de Verona, donde el día soleado bajo el limonero y un libro parece un día soñado y lo que me gustaría repetir en bucle todos los días, pero hay otras donde parezca que estoy en una pesadilla, que una garra soltó mi cuerpo en quien sabe donde y yo tengo que encontrar el camino de regreso a casa.

Días en los que abro los ojos y la habitación me parece demasiado quieta, demasiado cargada de historias que no son mías. En la mañana de esos días es donde me recuerdo a mi misma donde estoy. Me encuentro lejos de Montevideo, lejos de mi casa de la brisa y el olor a mar que había en invierno, de la familiaridad de las voces que vivieron e incluso crecieron conmigo, en esos instantes siento que la extranjería me pesa, como una manta húmeda. Me hallo en un lugar que aunque hermoso no me incluye todavía.

Mi día empieza siempre de la misma forma: caminó descalza hasta la ventana y abro los postigos de madera, que crujen como si protestaran por el calor. Y apenas se abren, el aire del verano entra de golpe, denso, casi táctil. Tiene un olor que ya reconozco pero todavía no logro hacer mío: es una mezcla de tierra y de buganvillas que trepan por paredes ajenas, y de algo más, algo dulce y vivo que no tiene equivalente en Uruguay. Me llega también el sonido inevitable de las cigarras. A veces, desde la calle, se escucha el rugido breve de una moto, o las ruedas de una bicicleta que pasa temprano, o la voz de algún vecino abriendo una puerta.

Cada vez que asomo la cabeza por la ventana, la luz me golpea distinto. No es la luz blanca y limpia de los veranos uruguayos, esta es más espesa, más amarilla, como si rebotara en todos los muros de piedra antes de llegar a mis ojos. La observo filtrarse entre las hojas del limonero del jardín y pienso que, aunque todavía no sienta este lugar como casa, hay algo en mí que empieza a entender su lenguaje. No sé si es adaptación o simplemente resignación, pero cada mañana siento las dos cosas mezclarse dentro mío.

A veces, mientras dejo que el aire entre y muevo las cortinas para que circule, me descubro buscando sonidos que no van a aparecer: el ladrido del perro del vecino de Montevideo, el ruido de la puerta de chapa del portón, la radio encendida en la cocina. Mi mente intenta completar la escena con recuerdos, como si quisiera ajustar este lugar para que encaje con el otro. Pero Italia no se adapta a nadie. Italia es como un animal antiguo: bello, cálido, pero orgullosamente ajeno. Y yo, de a poco, empiezo a entender que mi adaptación no será una imitación de lo que conocía, sino algo nuevo, algo aún indefinido.

Mientras me recuesto en el marco de la ventana, dejando que el calor me roce la piel, pienso que todo lo que me rodea es tan distinto que por momentos parece exageradamente vivo, como si cada color, cada aroma, cada sonido estuviera amplificado. No sé si soy yo, hipersensible por el cambio, o si Italia realmente vibra así, como si respirara más fuerte que otros países. Lo cierto es que cada mañana me enfrenta a esa mezcla incómoda de fascinación y desorientación.




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