Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo cuatro – “La llegada”

Cuando vi el reloj eran las seis y cuarenta y ocho de la mañana, faltaban varios minutos para que sonara la alarma, y sorprendentemente no tenía ganas de seguir acostada. Cuando me levanté abrí los postigos como cada mañana. Inmediatamente me dirigí al único baño de la casa en la planta baja. Pero antes de eso, esa puerta, con barniz oscuro que aún permanecía cerrada estaba a la espera, necesitaba comprobar que seguía de esa manera. Era ya casi un ritual verla cerrada en la mañana.

Había algo en esa puerta que no lograba explicarme: no destacaba por nada especial, ni por la madera, ni por el color, ni por la forma. Pero su mera presencia me generaba una especie de inquietud silenciosa, como si escondiera un pasaje a una zona donde el aire era más denso. Me quedé observándola largo rato, sintiendo esa curiosidad incómoda que sólo aparece cuando sabemos que no deberíamos preguntar… pero igual queremos hacerlo.

La puerta me recordaba que había lugares donde no podía meterme, tanto física como emocionalmente. Nada en la casa de Elena y Giovanni estaba prohibido sin embargo el límite respecto a es a parte de la casa siempre fue claro, en especial cuando nunca se mencionó, el silencio muchas veces era una respuesta y con ellos tan amables, y yo tenía libertad pero esa habitación era lugar prohibido y quizás por eso me cautivaba tanto.

Luego de verificar que todo estuviera como lo estaba la noche anterior, me dirigí al baño, para salir de él luego de una ducha corta, me vestí sin mucha ceremonia y me dirige hacia la cocina a un par de pasos de esta escuché el ruido tenue de tazas sobre la mesada. Elena estaba en la cocina, con el cabello recogido de forma improvisada.

—Buongiorno, Alana —me dijo con una sonrisa tranquila—. ¿Dormiste bien?

Asentí, aunque no sabía si era del todo cierto. Me senté frente a ella, sintiendo el calor del café subir como un pequeño abrazo.

—Ayer vi una foto —dije, tratando de sonar casual, aunque sabía que no lo lograba—. La que está en el living. El chico… ¿es tu hijo?

Elena tardó un segundo más de lo habitual en responder. No fue un silencio largo, pero sí perceptible, como si buscara la palabra exacta para que nada se desbordara.

—Mi sobrino —dijo finalmente, con una sonrisa breve—. Está estudiando en un internado. Pasa poco tiempo aquí.

Lo dijo con tanta naturalidad que por un momento pensé que había imaginado esa tensión mínima en su voz. No insistí. No era mi lugar. Pero mientras bebía el café, la imagen del portarretratos y la única fotografía colgada en toda la casa volvió a aparecer en mi mente con una nitidez extraña. El chico tenía una expresión que no coincidía con la alegría típica de una foto familiar. Parecía cansado. O ausente.

Salí de la casa poco después para dirigirme a la escuela. El aire fresco de la mañana me ayudó a despejarme. Verona se veía diferente a esa hora: más lenta, más suave, como si se desperezara junto conmigo.

Lucía me esperaba en la entrada, radiante como siempre, con esa manera de hablar que parecía estar hecha de luz.

La mañana en la escuela fue una sucesión de pasillos largos, ecos de voces jóvenes y esa vibración tenue que tienen los edificios donde conviven adolescentes: una mezcla de energía contenida, cansancio, entusiasmo y deseo de estar en cualquier otro lado. El edificio era antiguo, de muros gruesos, y al caminar se notaba cómo el sonido tardaba un poco en asentarse,

Las aulas tenían ventanales altos que dejaban entrar una luz blanquecina, casi tibia, y desde el patio central pavimentado, con bancos de piedra y un limonero viejo que parecía haber visto generaciones enteras pasar se escuchaban risas, pasos apresurados y el silbido ocasional de un profesor llamando la atención.

Yo todavía caminaba con la sensación de ser visitante en un museo: todo me llamaba la atención, todo me parecía ajeno. Y al mismo tiempo, había algo extraño en ese lugar que me resultaba… familiar. Como si lo hubiera soñado antes de llegar.

Lucía me esperaba apoyada contra una columna, con su carpeta apretada contra el pecho. Apenas me vio, me saludó con la mano, y en su gesto había una mezcla rara de complicidad y urgencia.

Apenas me acerqué, me lanzó la pregunta sin siquiera darme tiempo a acomodar la mochila en el hombro.

—¿Le escribiste de nuevo? —soltó, casi como un suspiro expulsado.

La brusquedad me descolocó. Era como si retomara una conversación que jamás habíamos tenido en voz alta, pero que para ella existía desde el día anterior.

—No —respondí, bajando la mirada, sintiendo un calor leve en la nuca—. Porque no contestó. Ni siquiera abrió el mensaje..

—Es típico —dijo, acomodándose un mechón detrás de la oreja—. Francisco es… bueno, es complicado.

El nombre me atravesó como un reconocimiento involuntario.
Francisco.
El que existía más como ausencia que como persona.

Mi voz salió baja, intentando sonar indiferente y fracasando un poco.

—¿Lo conocés?

Lucía hizo un gesto evasivo, como si midiera qué podía decir y qué no.

—Más o menos. Venía a veces a actividades de la escuela, o venía antes… antes de que… —se interrumpió, apretando los labios—. Igual, después te cuento.




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