Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo cinco – “Mensajes”

La densidad de la casa fue cambiando con el paso de los días, no era exactamente tension, ni tampoco silencio: era un tipo de presencia que se filtraba como un olor leve, como una corriente de aire difícil de rastrear. No venía solo de Francisco. Venía de todos. De Elena, que se movía con una suavidad exagerada. De Giovanni, que encontraba excusas para permanecer más tiempo en la cocina. Y de mí, que empezaba a sentir que estaba en un lugar del que no era parte pero querían que perteneciera.

Las mañanas en cambio a como eran antes, ahora se tornan extrañas. Yo seguía con mi ritual de todas las mañanas, los postigos abiertos y el sol entrando con la misma tibieza que siempre asomando en la habitación. Yo bajaba a desayunar y encontraba a Elena preparando café con movimientos lentos, casi ceremoniales, a Giovanni ajustándose las mangas como si estar impecable fuera ahora un gesto necesario, y a Francisco… a veces estaba, a veces no. Cuando estaba, no hablaba, pero dejaba rastros: la sombra de su cuerpo contra la pared, el sonido casi inaudible al acercar la silla a la mesa, la manera en que evitaba mirar cualquier punto demasiado tiempo.

La convivencia se volvió un mapa delicado, como esas alfombras antiguas que uno pisa con cuidado para no desgastarlas.

Una mañana, Elena rompió el silencio mientras removía el azúcar en su taza.

—Ayer... durmió un poco mejor —dijo, sin mencionar a quién se refería. No hacía falta.

Giovanni asintió con gravedad.

—Sí. Igual se despertó a mitad de la noche. Caminó un rato. Lo escuché en el pasillo.

Elena bajó la mirada, apoyó suavemente la cuchara en la mesa.

—Es normal. Tiene que volver a acostumbrarse.

Había algo entre ellos, una conversación que parecía repetida, como un ritual familiar construido a base de preocupación y rutina. Yo escuchaba sin intervenir. No sabía si debía hacerlo, era como si mis palabras pudieran romper algo frágil.

El inicio fue sutil. Apenas relevante para alguien que hubiera pasado tanto tiempo esperando esa respuesta como yo.

Una notificación.
Un mensaje.
Un nombre: Francisco.

No decía “hola”. No decía mi nombre. No decía nada que pareciera inicio.

Francisco: ¿Estás despierta todavía?

Se lo había enviado anoche, cuando yo ya me había dormido, o cuando al menos había fingido hacerlo. Al verlo en la mañana, no supe si responder o dejarlo pasar. Pero lo hice.

Alana: Sí. Me dormí temprano. ¿Necesitabas algo?

Pasaron quince minutos antes de que aparecieran los tres puntitos escribiendo.

Francisco: No. Solo… no podía dormir. A veces ayuda ver si alguien más está ahí.

Esa frase, tan simple, tenía un peso que no supe ubicar. Era como si viniera de un lugar que no se dice en voz alta. La conversación siguió durante el día, pero siempre en intervalos. Nunca largos.

Francisco: No confío en estas redes.
Francisco: Todo parece… demasiado visible.
Francisco: Como si no estuviera hecho para gente como yo.

Yo no sabía si responder con suavidad, con humor, con honestidad o con distancia. Opté por lo único que me salió natural.

Alana: Podés hablar por acá si te sirve. No voy a publicar nada.

Tardó mucho en contestar. Luego:

Francisco: Ya lo sé. Es distinto con vos.

Ese “distinto” no significaba cercanía. Significaba que yo era, simplemente, alguien que no lo conocía, alguien sin historia con él. Y eso, para él, debía ser mucho más seguro que cualquier afecto. O al menos así lo había interpretado yo.

Durante esos días, las escenas entre Elena y Giovanni se hicieron más frecuentes, más visibles, como si la llegada de Francisco hubiera provocado un reacomodo emocional en todos.

Una tarde, los escuché discutir suavemente en la cocina. No eran gritos, ni reproches, era más bien un murmullo tenso, como cuando dos personas intentan ponerse de acuerdo sin herirse.

—No podés sobreprotegerlo —susurraba Giovanni, limpiándose las manos con un repasador—. Ya no es un niño.

—No estoy haciendo eso —respondió Elena, aunque su voz temblaba un poco—. Solo… sé que le cuesta. Sé cómo vuelve. Sé cómo está.

—Pero también tiene que aprender a estar —insistió Giovanni, con ese tono de quien quiere ayudar pero no sabe bien cómo—. No podemos caminar en puntas de pie todo el tiempo.

Elena suspiró, apoyándose en la mesada.

—Estoy haciendo lo que puedo, Gio.

Esa frase me quedó dando vueltas el resto del día: lo que puedo.
A veces, pensé, eso es lo único que alguien puede hacer cuando quiere mucho a otra persona.

La mañana del domingo, Elena insistió en que saliéramos a tomar aire. Llamó a sus amigas, Clara y Melina, quienes llegaron riendo como si cargaran un pedazo de luz en la cartera. Eran diferentes entre sí: Eda tenía una energía suave pero persistente, como una brisa cálida, Sofía era más directa, más ruidosa, pero en el buen sentido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.