La casa amaneció más silenciosa de lo habitual, como si el tiempo estuviera suspendido y expectante a algo que todavía no ocurría, en suspenso, silenciosos, delicado.. Yo bajé tarde, con el cuerpo un poco pesado y la mente aún atada a los pensamientos de la noche anterior. Elena estaba en la cocina revisando tomates y harina, y apenas me vio sonrió con esa mezcla de ternura y cansancio que le conocía.
—Hoy hacemos pasta casera —me dijo—. Hace tiempo que no preparo.
Asentí, aunque en realidad no estaba pensando en la pasta. Estaba pensando en Francisco. En la forma en que su presencia cambiaba la temperatura de los espacios sin necesidad de hablar y como eso me desconectaba, estaba perdiéndome de una experiencia por algo que podría ser lo mejor o lo peor que podía pasarme estando aquí, estaba tan perdida que incluso a mamá se me olvidaba escribirle, ella e la distancia estaba. llena de preocupación y buenos deseos y yo estando aquí a veces me olvido de la vida que había dejado detrás.
Elena notó mi desconexión pero no preguntó. Me ofreció un delantal y empezó a explicarme cómo hacer un volcán de harina, cómo medir con el tacto si la masa necesitaba más agua o más reposo. Lo hacía con una paciencia que me sorprendía cada vez.
Mientras amasábamos, sentí pasos en el pasillo. No eran los pasos calculados de Giovanni. Eran más suaves, más cautos, como si la persona que los produjera evaluara cada milímetro del suelo para no perturbar nada. Y entonces apareció él, asomándose primero con la mirada, después con el cuerpo entero.
Francisco estaba ahí.
Llevaba una remera gris, el cabello un poco desordenado, y esa expresión tenue de quien llega sin saber si tiene permiso para quedarse, aunque parecían ya habérselo dado. Elena levantó la vista y sonrió con una suavidad especial, distinta a la que usaba con cualquiera.
—¿Querés ayudar? —le preguntó.
Francisco dudó, pero dio un paso adelante. No respondió, solo se colocó al lado de la mesa, cerca de mí. Fue la primera vez que estuvimos así, tan cerca, compartiendo un espacio sin silencios tensos, solo silencios… presentes.
Yo no dije nada. Él tampoco. Pero pude ver, en el rabillo de su gesto, algo parecido a una intención de hablar que nunca llegó a convertirse en palabras.
Elena le mostró cómo cortar las tiras de pasta. Él lo hizo con cuidado extremo, casi con un temor reverencial. En un momento sus manos rozaron las mías cuando ambos tomamos el mismo borde de la masa. Fue un contacto mínimo, casi accidental, pero sentí cómo un pequeño temblor me recorría la piel. No era romanticismo. No era atracción clara. Era otra cosa: una afinidad silenciosa, como si, sin quererlo, estuviéramos empezando a reconocernos.
La cocina se llenó de un olor tibio a harina y tomate cuando Giovanni entró. Venía con un libro bajo el brazo y esa expresión suya, a medio camino entre la indiferencia y una preocupación que siempre escondía demasiado bien.
—¿Ya empezaron? —preguntó.
—Hace rato —respondió Elena, señalando a Francisco—. Mirá quién vino a ayudar.
Giovanni sonrió apenas y le pasó una mano por el hombro a su hermano. Un gesto breve, casi invisible, pero cargado de cariño genuino.
Después se acercó a mí.
—¿Te gusta hacer pasta? —me preguntó.
—Estoy aprendiendo —dije, intentando sonar ligera.
Giovanni asintió y comenzó a hablarme del pueblo donde nació su madre, de cómo las mujeres cocinaban cantando, de los domingos eternos donde todo olía a salsa y a pan casero. Su voz baja, su tono honesto, hicieron que por primera vez sintiera que él me dejaba entrar un poco más en su mundo. No mucho, apenas un resquicio, pero suficiente para que yo pudiera respirar dentro de ese espacio compartido.
Al día siguiente, la casa amaneció más silenciosa de lo habitual, como si el aire estuviera atento a algo que todavía no sucedía. Yo bajé tarde, con el cuerpo un poco pesado y la mente aún atada a los pensamientos de la noche anterior. Elena estaba en la cocina revisando tomates y harina, y apenas me vio sonrió con esa mezcla de ternura y cansancio que le conocía.
—Hoy hacemos pasta casera —me dijo—. Hace tiempo que no preparo.
Asentí, aunque en realidad no estaba pensando en la pasta. Estaba pensando en Francisco. En la forma en que su presencia cambiaba la temperatura de los espacios sin necesidad de hablar.
Elena notó mi desconexión pero no preguntó. Me ofreció un delantal y empezó a explicarme cómo hacer un volcán de harina, cómo medir con el tacto si la masa necesitaba más agua o más reposo. Lo hacía con una paciencia que me sorprendía cada vez. Sus manos parecían saber cosas que no se enseñan, solo se transmiten.
Mientras amasábamos, sentí pasos en el pasillo. No eran los pasos calculados de Giovanni ni el ritmo firme de Elena. Eran más suaves, más cautos, como si la persona que los produjera evaluara cada milímetro del suelo para no perturbar nada. Y entonces apareció él, asomándose primero con la mirada, después con el cuerpo entero.
Francisco estaba ahí.
Llevaba una remera gris, el cabello un poco desordenado, y esa expresión tenue de quien llega sin saber si tiene permiso para quedarse. Elena levantó la vista y sonrió con una suavidad especial, distinta a la que usaba con cualquiera.