El día no amaneció luminoso, soleado como solía, amaneció gris pero de un color guia suave, no oscuro, ni triste, era casi perlado, hacía que la casa pareciera más silenciosa que lo habitual. Me desperté con la cabeza extrañamente ligera, como si la llamada con Francisco hubiese dejado un hueco donde antes había un nudo. No un hueco vacío, sino uno respirable. Me senté en la cama, mirando la luz filtrarse por la cortina, y por un instante sentí algo parecido a calma.
Cuando bajé a la cocina, Elena ya estaba de pie sirviendo café. Giovanni hojeaba el diario con expresión distraída y Francisco no estaba como casi siempre, pero su ausencia ya no tenía el mismo peso que antes. O quizás sí, pero yo la miraba distinto.
—Dormiste mejor —observó Elena sin siquiera preguntarlo.
Asentí.
Giovanni levantó la vista un instante, como si quisiera confirmar algo que ya sabía.
—Me alegro —dijo.
No dije más. No porque no quisiera, sino porque había cosas que todavía necesitaban asentarse dentro mío antes de convertirse en palabras. Y quizás eso era lo que hacía que fuera tan difícil contarlo,aunque no lo reconociera me costaba aceptar que eso que había pasado era parte de mi y que parecía no querer abandonarme sin importar el lugar donde estuviera.
Pero él había estado para mí incluso en la distancia, podía ayudarme y calmarme algo que muchas veces personas que se encontraban a mi lado no podía, él parecía entenderme, y entender lo que estaba pasando incluso mejor que yo misma y en ese momento él fue una luz para mi.
En el viaje a la escuela, el viento fresco me golpeó la cara y me despejó un poco más de lo que el café de Elena había logrado. A esa hora de la mañana el pueblo tenía un ritmo más lento, casi tímido: autos aislados, alguna bicicleta solitaria, el sol queriendo romper la capa de nubes grises que seguía quieta sobre los techos. Caminé mirando mis propios pasos porque todavía tenía la sensación de estar partida en dos: una parte ligera, después de la ayuda de Francisco la noche anterior, la otra, pesada, temerosa de que si hablaba demasiado sobre eso, algo se desarmara.
Cuando llegué al portón de la escuela, Eda y Lucía estaban exactamente como las imaginaba: apoyadas en la baranda, riéndose de algo que yo no había escuchado, moviendo las manos como si necesitaran espacio para soltar la energía acumulada. Las dos eran luz ruidosa a la mañana. Yo era otra cosa, algo más callado.
—¡Por fin! —soltó Lucía apenas me vio—. Tenés… no sé, otra cara hoy.
—¿Cancelaste el mundo anoche? —bromeó Eda, como si fuera una costumbre mía.
Me reí apenas, una risa suave. Y en ese instante supe que no iba a contarles la verdad. No podía. No quería ver la reacción exacta que ya me imaginaba: un silencio incómodo, una mirada entre ellas, una preocupación mal entendida. No quería cargar con la etiqueta de “frágil”, de “inestable”, de “la chica que tiene ataques”. No quería que mi nombre en sus cabezas se mezclara con términos como ansiedad, crisis, vulnerabilidad. No acá. No tan lejos de casa. No cuando todo era todavía tan nuevo y yo necesitaba encajar, sostenerme, sobrevivir socialmente sin que mis quiebres se volvieran públicos.
Así que elegí la mitad segura de la verdad.
—Hablé con Francisco —dije, como si fuera una confesión liviana.
Las dos se quedaron quietas. No un silencio largo, pero sí uno que acomodaba ideas.
—¿Con Francisco? —repitió Lucía, sorprendida pero no del todo—. ¿Por mensaje?
Negué con la cabeza.
—Por llamada —dije, tratando de sonar casual, como si no me costara nada admitirlo.
Sus expresiones cambiaron de inmediato. Lucía abrió un poco los ojos, Eda frunció apenas la boca. No era mala intención. Era ese reflejo social que todos tenemos cuando algo no encaja del todo con lo que esperábamos escuchar.
—¿Llamada? —Eda bajó la voz, como si fuese algo confidencial—. ¿Y… por qué?
Me acomodé la mochila en el hombro, comprando tiempo para responder. No quería mentir, pero tampoco podía acercarme demasiado a la verdad.
—No sé —dije finalmente—. Lo necesitaba. Pensé que no iba a atender, pero sí. Y hablamos un rato.
Más que una respuesta, era una defensa. Y aun así, no me gustó cómo sonó. Demasiado abierta. Demasiado vulnerable. Ojalá pudiera explicarles sin explicarlo todo. Ojalá pudiera decir “lo necesitaba” sin que eso significara algo sobre mí que no quiero que piensen.
Eda me miró como si analizara el peso de mis palabras.
—No sé si es buena idea —dijo, eligiendo las palabras con cuidado—. No te pegues mucho a él… es raro. Y la gente… ya sabés cómo es.
No respondí enseguida. Entre las nubes grises, el sol intentaba salir pero seguía atrapado, y sentí algo parecido en mi pecho: una claridad que quería asomarse pero que todavía no podía.
Me obligué a sonreír un poco.
—Solo hablamos. No es nada más que eso.
Ellas asintieron, pero de nuevo, intercambiaron esa mirada silenciosa que creían que yo no notaba. No era juicio. No exactamente. Era… miedo prestado. El miedo que todos tienen de que acercarse a alguien como Francisco significa salir de ciertos bordes sociales seguros.